Rodrigo Morales
El presidente incomprendido

El Presidente parece cada día más resuelto a actuar en la arena electoral. Así lo revelan las defensas que hace de lo que él considera sus logros, operación que podría ser vista con toda normalidad a no ser por los ataques y regaños que procura hacia quienes no comparten su percepción. Parece padecer cierto sentimiento de incom- prensión, parece resultarle difícil entender que existan percepciones distintas a la suya, y hace ver que tras estas diferencias existe una declarada mala intención. Hay una exageración peligrosa en todo ello. No creo que el hecho de no compartir el optimismo con que Zedillo mira el futuro sea producto de malas intenciones, o de manipulación expresa de oscuros líderes de opinión. Las encuestas revelan que no ha sido sencillo colocar la visión presidencial entre la población, que si bien no tiene las expectativas negativas de 1995, aún no encuentra razones para sumarse al entusiasmo presidencial. El pleito de Zedillo no parece entonces que sea exclusivamente contra personajes críticos, sino que incluye percepciones ciudadanas acaso más cautas de lo que desearía el Presidente. Ese pleito puede ser más grave.

Si ha revelado una pérdida en su tolerancia a las críticas, si además parece decidido a sumarse a la contienda electoral de manera más decidida, un problema es cómo va a interpretar los resultados electorales en el caso que éstos le sean de alguna manera adversos. Que la sana distancia haya quedado en el olvido, puede ser una operación de pragmatismo político, pero también puede tener consecuencias graves si no se encuentran fórmulas para reasumir un liderazgo de Estado que no se contraponga con la jefatura de un partido. En otras latitudes en que hay contrapesos institucionales establecidos, la palabra y los actos presidenciales tienen un peso que nadie considera abusivo, pero no es el caso mexicano. Defender los logros y las obras de gobierno como argumento de campaña, insisto, es apenas normal; no lo es tanto, o al menos conlleva mayores riesgos, adoptar posturas excluyentes, o prodigar regaños.

Al calor de la contienda electoral, las promesas iniciales de una presidencia al servicio de la transición, parecen haber quedado atrás. Ahora el precio de la apuesta electoral se ha incrementado. Por todos los medios se nos recuerda que ésta será una elección plebiscitaria, que en julio se valorará la gestión presidencial, que las ofertas políticas alternativas son irresponsables, poco serias, sin la experiencia suficiente. El Presidente parece conforme con esa lectura y de cierta manera ha renunciado al arbitraje para asumir un papel en la contienda. Si las cuentas le salen, no habrá mayor problema que el negociar con su partido la autoría del triunfo; en cambio si el dictamen de las urnas le es desfavorable (y aquí una primera dificultad es ubicar los parámetros de valoración de la elección) lo previsible es que el anunciado caos y desgobierno provengan más de la incapacidad para entender el sentido de los votos, que del diseño institucional vigente.

Más allá de los costos de aprendizaje que habrá que pagar por cualquier apuesta de alternancia, lo que hoy encarece más la contienda es la actitud asumida por quienes gobiernan; un presidente acosado por la incomprensión, y un líder de partido decidido al golpeteo. La tentación de dramatizar en extremo los próximos comicios, encuentran eco en esos gestos. Parece que se hubiera llegado a la conclusión de que una imagen de firmeza, que raya cotidianamente con la intolerancia, es la mejor estrategia para los comicios. No comparto la visión, ojalá que el arranque de las campañas lleve a atemperar los ánimos.