Se acerca el viejo pescador con la atarraya al hombro, en el brazo derecho enrollado el cabo y sobre la cabeza una algarabía de pájaros. Un cigarro húmedo se consume entre sus labios, que dejan ver una sonrisa chimuela de cuando en cuando.
Los pájaros lo siguen. ¿O es a la inversa y él va donde los pájaros marcan la presencia de un jugoso cardumen? Estarían sobre las olas, no encima de su pensamiento. Del modo como unos y otro van diríase que se entienden, que se conocen. Bajo ese domo alado todo el tiempo, por ejemplo, era de esperarse un pescador cubierto, como las rocas, de fertilizante. Y ni una mancha tiene la gastada gorra ni la tez curtida que, al contrario, brilla al sol matutino.
Lanza la atarraya, se despliega la red circular y las plomadas de la circunferencia se hunden en la espuma. Una pausa, un primer estirón y luego jala del cabo hasta tener en la mano una fuente de plata. Las sardinillas y los peces más pequeños van quedando en la playa; los niños se acercan, les tuercen el pescuezo y los avientan al vuelo de los pájaros, que se pelean a gritos y picotazos.
Hilo de nylon, pesas de plomo, años y años de hacerlo: el arte de la atarraya es un modo de vida como tantos otros: un cazador-recolector en el ocaso del siglo veinte.
Camina al filo del agua y las huellas que deja en la arena duran muy poco, de un paso a otro. La sombra que proyecta se va acortando a medida que su silueta se achica. Se aleja playa arriba, hacia el sol que se levanta, siempre al mismo ritmo pausado y al final es solamente el penacho de pájaros.