El acoso de la delincuencia organizada contra la ciudadanía y la incapacidad de las corporaciones policiales para poner un freno a tal amenaza constituyen hechos alarmantes porque de esta forma se erosiona el estado de derecho, se degrada la calidad de vida de la población, se vulnera el tejido social y se reduce aún más la confianza pública en las instituciones. El temor a las agresiones delictivas en que vive de forma permanente casi toda la población de la ciudad de México y de muchas otras zonas del país es un factor de disolución social. Cada vez que una persona --nacional o extranjera-- es agredida, asaltada, lesionada o asesinada, se debilita la cohesión nacional y la credibilidad del país ante sí mismo.
Sin ignorar estas implicaciones centrales, la circunstancia señalada conlleva, además, riesgos por demás inquietantes en el terreno económico, si se considera el impacto negativo que la inseguridad prevaleciente puede tener en el flujo de turistas que recibe el país.
Grosso modo, el turismo representa para la economía mexicana la segunda fuente de divisas --sólo por debajo de las exportaciones petroleras--, con un monto que el año pasado fue de cerca de 7 mil millones de dólares. Sería inadmisible que el ingreso de estos recursos, indispensable en la perspectiva de la recuperación económica, fuera afectado por la proliferación de las agresiones delictivas y por la ineficacia de las medidas gubernamentales hasta ahora adoptadas para contrarrestarlas.
Con todo, resulta claro que es en el ámbito de éstas en donde debe repsonderse el tan acuciante desafío de la criminalidad y la inseguridad, las cuales sólo en segunda instancia constituyen un problema de imagen; son, antes que nada, problemas reales que deben ser resueltos con la erradicación y el desmantelamiento de los grupos delictivos, con el saneamiento y la moralización de los cuerpos policiales y con el establecimiento de un clima de confianza y seguridad en la capital y en todo el país.