Sigmund Freud fue influido, entre otros, por Miguel de Cervantes Saavedra. En su realidad y en sus sueños. Los dos al mismo tiempo. El pensamiento a Freud es aquel en que la realidad aparece transfigurada. No es ``real'', pero tampoco ``ideal''; admira de Freud, como de Cervantes, que después de haber dicho todo, no han dicho apenas nada. Ambos resultan vírgenes no porque lo hayan dicho todo, sino, casi por lo contrario, porque no han dicho casi nada, es decir, porque no han dicho casi nada de lo que han dicho.
Freud al igual que Cervantes enuncian siempre algo menos de lo que dicen. La multiplicidad de sus significados es infinita. Al someter la realidad a lo ideal, requieren usar un lenguaje que no cabe interpretar literalmente porque cada uno de los términos está como encajado dentro del otro en una sucesión infinita o interminable, sin origen.
Freud y Cervantes se diferenciaron en que, para el manco de Lepanto, el mundo no había perdido la esperanza. Para un mundo en el cual la apariencia se iba disociando cada vez más de su ser, Cervantes halló un remedio incomparable: la ironía fiadora que en vez de burlarse de las cosas, las salva o las justifica y en vez de violentarlas o caricaturizarlas, las transfigura.
Freud, en cambio, hasta la esperanza perdió. Descubre el narcisismo del hombre y con él su omnipotencia, máscara del sadismo y la crueldad. Esa crueldad que se desencadena porque sí o actúa sin ningún fin. Ambos supieron ahondar, como no queriendo, una literatura que fue algo más que literatura, y cuya trascendencia estribó en que el lenguaje merecía volver a su origen que era un no origen.
Freud y Cervantes dieron, por cabal coincidencia de estilos, la pauta verídica de un espíritu que partiendo del lenguaje avanzó hasta asumir la supremacía fervorosa de su ámbito idiomático insuperable. Freud, en alguna forma alumno aventajado de Cervantes, abordó la dificultad de la fantasía que consideró externa al mundo y esencial el objeto de fondo de su teoría: el inconsciente.