Al sistema de partido-Estado mexicano le ocurre lo que a las matrioskas rusas que van disminuyendo su tamaño cada vez que se abren, aunque mientras quede una sola de ellas puede decirse que sigue ahí, empequeñecida pero existente. Cuando se trata del poder, el riesgo es que, aun achicado y justo por esto, su acción se torne en locura.
El Presidente mexicano puede confesar que es el líder de su partido, pero lo que no debería hacer es pedir a todos los funcionarios públicos, incluidos los embajadores, que sean propagandistas del mismo. El jefe del gobierno puede ejercer la dirección política y operativa de su partido, pero no está obligado a vincular groseramente la acción asistencial y promocional del Estado a las campañas electorales.
Es esto lo que hace Ernesto Zedillo, jefe y, ahora, operador directo del PRI. Antes, la matrioska grande podría hacer de los actos gubernamentales eventos de partido, pero la de ahora --una matrioska mucho más pequeña-- se ve ridícula cuando pretende imitar a sus antecesoras, a pesar de ese largo proceso de mengua del vetusto sistema: uno de los últimos despotismos republicanos del siglo XX.
Mas de lo ridículo a la locura sólo hay un paso. Bajo la inspiración y las puntadas del secretario Emilio Chuayfett, Humberto Roque Villanueva reproduce, con la impostación y rigidez de un muñeco de ventrílocuo, el nuevo tono político del poder que pretende, sin conseguirlo, hacer la polémica. La locura aquí consiste en la convocatoria a ser lo de antes, aunque esto sea imposible. Dentro de la matrioska no puede haber una réplica más grande, pues lo contrario sería la negación total de la física.
Zedillo, Chuayfett y Roque no aciertan a encontrar un discurso que exprese un programa nacional y ni siquiera objetivos generales, más allá de prometer una recuperación económica como garantía de estabilidad. Pero en este afán, los gobernantes pretenden vincular el cambio político con el desorden y el retroceso de la economía. La jugada es de locura: presentar a los opositores como instigadores de la debacle que los gobiernos del PRI han provocado con sus programas atropellados, que sólo han hecho más dura la economía de las desigualdades.
Se ha hablado de la política del miedo como forma de sustentación del poder, pero el vehículo para llevarla a cabo es la amenaza. Una sociedad confundida es fácilmente intimidable cuando los anuncios apocalípticos provienen del poder. Si la sociedad ya sufre de miedo es fácil canalizar éste hacia la conservación: si todo va mal, un cambio será peor.
El miedo que se infunde es en realidad el miedo propio, y la locura que contiene la acción intimidatoria es la propia locura. No sabemos si la matrioska tiene aún dentro otra más pequeña o si es la última de la serie. Pero eso tampoco lo sabe de cierto el poder. Ante el miedo a no llevar ya en sus entrañas una réplica de sí mismo, el sistema priísta pretende hacer creer a la gente que es más grande, luciendo como si su pequeñez se observara a través de un lente de aumento.
El objetivo concreto del poder a corto plazo es mantener una mayoría absoluta priísta en la Cámara de Diputados y lograr la jefatura de gobierno del Distrito Federal. Lo primero se puede impedir mediante una elevada votación de los dos partidos opositores, hasta el punto de dejar al PRI por debajo del 42 por ciento de la votación nacional, descontados los sufragios en favor de los partidos que no logren más del dos por ciento y los anulados. Pero lo segundo sólo podrá evitarse mediante la conquista de la mayoría relativa de uno de los partidos de oposición, lo cual será mucho más complicado sin una polarización política básica entre el PAN y el PRD como principales competidores por esa mayoría en la capital del país.
La locura que empieza a demostrar el poder, la inseguridad sobre la existencia de más réplicas internas de la matrioska, no podrá detenerse sin el cambio de la situación política, es decir, reduciendo el poder del Presidente de la República y abriendo un gran espacio de lucha entre los partidos, que lleve a la ampliación de las libertades.
El loco puede serlo en la medida en que ocurran los sucesos necesarios para suplantar la realidad y crear otra imaginaria. Si el golpe de lo real es fuerte, la locura se detiene justo en la línea detrás de la cual ya no hay nada que hacer.
La locura del poder, prohijada por el supremo miedo de dejar de ser, sólo puede detenerse ante la persuasión de la inevitabilidad de la muerte como forma única de garantizar la vida de lo nuevo. El grave riesgo en que nos encontramos consiste en que si el poder no asume su destino, caerá sobre el país la furia de la locura: el autoritarismo de antes (recuérdese a Díaz Ordaz), el despotismo de siempre.
Concurrir a la cita del 6 de julio próximo no es cuestión de una vez más.