Desde la fecha misma en que el Ejecutivo federal rechazó la propuesta de reformas constitucionales en materia de derechos indígenas elaborada por la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa), basada en los acuerdos de San Andrés Larráinzar, una serie de peritos en derecho constitucional se ha dedicado a oscurecer el contenido de las reformas, virtiendo explicaciones políticas que hacen pasar por jurídicas, en algunas de ellas mostrando un acentuado racismo y desconocimiento de la problemática.
Lo menos que sobre el asunto se ha expresado es que la propuesta es contraria a las actuales disposiciones de la Constitución federal, además de poner en peligro la unidad del Estado nacional, y romper con la estructura del sistema jurídico mexicano y la igualdad jurídica de quienes en él habitamos. Todo porque los indígenas queremos que se nos reconozca nuestra condición de pueblos, con derechos colectivos, entre los cuales figuran la autonomía, el derecho a un territorio y a la aplicación de nuestros sistemas normativos propios.
El fundamento y razón de nuestras demandas expresadas en la mesa sobre ``Derechos y cultura indígenas'' y plasmadas en los acuerdos firmados entre el EZLN y el gobierno federal, es completamente diferente a lo que los voceros del gobierno han pregonado.
El primer reclamo es que se nos reconozca como pueblos, vocablo que admite diversos significados en el derecho; nosotros lo usamos con uno particular. Puede entenderse como un grupo de individuos asentados en determinada región y con cierto grado de desarrollo --como se usa en las leyes municipales del país--, y también como Estado, que es el sentido que se le da en el derecho internacional. Ni uno ni otro expresa lo que reclamamos. Cuando hablamos de pueblos nos referimos a los descendientes de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica que pertenece a él, en la época de la conquista o la colonización, o del establecimiento de las actuales fronteras estatales, y que conservan sus instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas; esta es la definición que el Estado mexicano ha aceptado, al suscribir el Convenio 169, de la OIT. Tal concepción nada tiene que ver con el reclamo de derechos en el plano internacional; por el contrario, concretiza el reconocimiento de pueblos indígenas al interior de la nación mexicana, como se reconoce ya en el artículo 4o. de la Constitución federal.
Reconocernos como pueblo implica aceptar que existimos y tenemos derecho a ser nosotros mismos. De ahí derivan nuestros derechos a la autonomía, a un territorio y a organizarnos según nuestros propios sistemas normativos. Todo esto dentro de la nación mexicana, para lo cual es necesaria su modificación.
Aquí es donde abundan las confusiones, porque se ha dicho que la autonomía que reclamamos implica soberanía y ésta corresponde sólo al Estado. Jamás hemos planteado tal disparate; el reconocimiento que exigimos lo hemos planteado en el marco de la existencia del Estado mexicano y para formar parte integrante de él. Algo es autónomo únicamente si forma parte de otro ente, porque cuando no es así no se pide autonomía, pues ya se es libre o soberano.
Lo que queremos es incluirnos en el Estado, pero con nuestras particularidades. Por otro lado, la autonomía no implica soberanía; si así fuera bien podríamos decir que la Universidad Nacional por tener autonomía es soberana. Lo mismo se puede decir de aquellos órganos de gobierno a los que la Ley Orgánica de la Administración Pública les reconoce autonomía y esto no es cierto. A menos que los jurisperitos oficiales lo demuestren con argumentos jurídicos.
También han confundido nuestra demanda de territorio. Los voceros gubernamentales han equiparado el territorio a la tierra y de ahí sacan conclusiones erróneas. Hans Kelsen, un clásico de la teoría del derecho, dice que el territorio es el espacio dentro del cual los actos de un ente público pueden realizarse, por estar autorizados por el derecho para ejecutarlos. Este es el sentido con el que los pueblos indígenas estamos demandando espacios territoriales, y no como propiedad. Puede existir territorio sin tierra y viceversa; puede también presentarse la hipótesis de que ambos existan y sus límites coincidan, pero eso no quiere decir que sean lo mismo ni en su naturaleza ni en su fin. Hay que recordar que cualquier ente de derecho público tiene su territorio, entre ellos el Estado federal, las entidades federativas que lo integran, los municipios, los tribunales, etcétera.
Tener territorio no implica que ningún otro poder deje de actuar en él, para eso se fijan las competencias. Así, actualmente en cualquier municipio los poderes estatales pueden actuar en aquello que no es facultad de los municipios, y en los estados puede intervenir la Federación bajo el mismo supuesto. Esto mismo sucedería con los territorios indígenas. Lo que reclamamos, en síntesis, es que se determinen los espacios en donde nuestros pueblos podrán actuar válidamente en los actos que a ellos correspondan, y en los que no lo podrán hacer los órganos de gobierno facultados para ello.
Otro asunto es el de los sistemas normativos. Cuando planteamos que se deben reconocer nuestros sistemas normativos se nos responde que si existieran no sería posible reconocerlos, porque rompen con la unidad del orden jurídico nacional. Cuando un jurista afirma eso peca de ignorancia o de mala fe. Los sistemas jurídicos basan su unidad en su norma fundante, que se manifiesta en la Ley Suprema de un Estado y en las formas de creación de las normas que lo integran, no en las materias de que tratan dichas normas. Los sistemas normativos indígenas son una realidad y se manifiestan en las formas de organización que por años han mantenido, a pesar de todas las agresiones sufridas. Que no estén escritos y los órganos de creación y aplicación de tales normas no estén diferenciados del resto de la sociedad no impide que existan y se apliquen. Exigir que el Estado los reconozca no es ningún disparate. En el mundo existen sistemas jurídicos en donde la costumbre puede rebasar a la norma, pero en el caso nuestro sólo es válida si la ley determina su aplicación. Por eso no aceptamos que se hable de usos y costumbres en lugar de sistemas normativos. Queremos que la ley y la norma indígena tengan igual jerarquía y que, de ser preciso, se reforme la ley donde sea necesario, lo mismo que desterrar aquellas normas consuetudinarias que atenten contra los derechos humanos. Esto no atenta contra el orden jurídico, más bien lo enriquece. Lo que contradice al sistema jurídico es seguir escondiendo la realidad y dejar que los pueblos indígenas sigamos viviendo en la ilegalidad.
Muchas otras cosas hay sobre las cuales se quiere confundir a la gente para presentar al EZLN y al movimiento indígenas como intransigentes, pero bastan éstas para aclarar que lo que pedimos no es lo que el gobierno y sus voceros están diciendo a los mexicanos sobre nuestras demandas.