Víctor Hess sintió el aire en sus mejillas y suspiró hondo. Mientras el globo aerostático subía, a él le corrió un cosquilleo por el estómago; elevarse por el aire era una de sus pasiones. Le gustaba ver cómo los objetos del suelo se iban alejando, mientras él se rozaba con las nubes; sentía que sus pensamientos y su imaginación viajaban con mayor libertad a esas alturas. Muchas veces había realizado ascensos por puro placer, sin embargo, sus últimos vuelos tenían fines experimentales.
Desde el siglo XVIII algunos científicos se habían preguntado por qué los cuerpos cargados, al ser expuestos al aire, pierden la electricidad; por qué sus electroscopios se descargaban después de un rato. Primero pensaron que tal vez los iones del aire provocaban dicha descarga, no obstante, algunos hicieron complicados experimentos para ``sacar'', por decirlo de alguna manera, esos iones, y aun así el fenómeno se seguía produciendo. En los últimos tiempos, a raíz de que se había descubierto la radiactividad, se pensó que ella era la causante; que en el suelo, o en las paredes de los edificios había pequeñas cantidades de materiales radiactivos que eran los que provocaban la ionización del ambiente.
Mientras las últimas aves que pudo ver cruzaron como puntos suspensivos a gran distancia, Hess revisó que todo estuviera en orden y después se concentró en sus pensamientos. Este era ya el décimo viaje que realizaba en globo, llevando consigo varios electroscopios.
En todos los casos había obtenido los mismos sorprendentes datos que contradicen la suposición de los materiales radiactivos. Si ellos hubieran sido la causa de la descarga de los aparatos, su influencia se debilitaría con la distancia, a mayor altura, pero esto no ocurría así. En todos sus viajes él había encontrado justamente lo contrario: entre más se alejaba el globo del suelo, el efecto se acentuaba más.
Los resultados habían sido los mismos de día que de noche, con tiempo nublado o con el sol más radiante, con lluvia o con sequía.
Hess verificó la posición en la que se encontraba ahora, observó el registro de los electroscopios y no pudo evitar que el corazón le latiera con fuerza. Se encontraba a más de 4 mil metros de altura y la ionización era seis veces mayor que a nivel del mar. Era obvio que la supuesta radiactividad del suelo terrestre no tenía nada que ver con el fenómeno. Observó la brújula para verificar el rumbo que tomaba el globo y supo que todo iba bien. El tenía una hipótesis de lo que ocurría y sus experimentos la habían corroborado: de confines lejanos del universo llegaba a la Tierra una radiación que hasta entonces no había sido identificada. Se trataba de rayos muy penetrantes que no provenían del Sol, sino de regiones más distintas del espacio. Ellos eran los que habían afectado todo el tiempo a los cuerpos cargados eléctricamente, los que se manifiestaron siempre en los laboratorios del mundo sin que nadie los lograra descubrir.
Mientras el globo seguía ascendiendo, sus pensamientos empezaron a girar alrededor de las nuevas incógnitas que aquella radiación abría a la mente humana. Era necesario saber de dónde provenía, la distancia que había recorrido, qué la conformaba; estaba seguro de que en esos rayos se encontraría alguna vez una gran cantidad de información sobre el universo.