Mientras el viejo cazador-recolector remonta la playa con su atarraya al hombro y el penacho de pájaros, acá bajo la enramada el nutrido grupo de sedentarios posindustriales y posmodernos disfruta en las hamacas de unos pocos días de asueto. Lejos quedó la ciudad y la caca de paloma, la pesca diaria con portafolios de red y papeles y más papeles de carnada y pez.
Casi todos son muy jóvenes, buenos chavos con ganas de divertirse y pasar el rato. En grupos o solos han ido llegando escalonadamente durante el fin de semana y si al principio el espacio bajo el amplio techo de palma no importaba, con las horas se reduce y los pasillos son cada vez más estrechos. Al borde de la playa ya está lleno de tiendas de campaña y hamacas y lo mismo una segunda y una tercera filas. Hasta atrás ya tampoco cabe nadie y sólo mero enmedio habrá lugar para un par más de aposentos: quién sabe cómo alcanzan a entrar seis.
La efímera comunidad que llena la enramada recorre la escala social completa, desde el más quebrado que lleva sólo lo puesto y dormirá en una hamaca que encuentre vacía, hasta el grupito de juniors escandalosos y fanfarrones que se aposentaron en la esquina. Viejas casas Garret de lona, algunos iglúes, un departamento entero de nylon, una tienda aerodinámica y azul que lo mismo le da la arena o la nieve, un hongo alto y amarillo. Igual unos estudiantes del séptimo semestre de derecho que uno de arquitectura y otros de la prepa, unos chavos que dedicaban horas a leer la biblia y otras tantas a escuchar canciones de José José y la chava con voz de pito que ensayaba a todas horas su breve lenguaje para estar en onda: no mamen, güeyes, está chidísimo. Y la pareja que parecían hermanos y el solitario Ernesto que prefirió irse a dormir bajo los cocoteros y Elizabeth que hacía las coloridas pelotas de arena con parches de globo y los vecinos teatreros Beto y Matilde, Camila y Pancho y la guapa Natalia.
Los sedentarios preindustriales locales se afanaban en alimentar al hambriento pero prángana animal de vacaciones. Leno, el patriarca, sobre todo desde la hamaca. Doña Eve, la matriarca, infaliblemente junto al horno de barro. La abundante descendencia de acá para allá haciendo apresuradas cuentas, cortando la leña, destapando aun otra chela, cargando el hielo.
Para año nuevo muchos se fueron y quedaban unos días que por lo mismo se veían venir todavía mejores. El más chavito de todos, no más de trece, catorce años, gran arracada y un tatuaje en el hombro, sopesaba el asunto: los de la tienda azul no eran mala onda, pero aquellos de hasta allá esos sí qué bueno que se fueron; vamos a extrañar a José José, pero los que se quedaron están a toda madre.
Hasta los de la tercera edad son buena onda.
Olas, sol, arena, lo acostumbrado. Sólo al regresar a la zona de sombra caí en cabal cuenta de que aquel tercera edad no se refería sino a nosotros. Lejos aún de cotizar en el INSEN, si esto no era un equívoco era sin duda un insulto. Tercera edad, ¿qué podía saber este bebé de la vida y las edades del hombre?
Después de jornadas agotadoras demostrando a quién sabe quién la pertenencia a quién sabe qué edad de una vida cualquiera, terminó el descanso y de regreso al asfalto y a las cosas diarias. La tercera edad ya había dejado de ser un chiste cuando me topé con un Yeats ya grande. Cuatro, dice él, son las edades del hombre. Se batió con el cuerpo y el cuerpo ganó; camina erguido. Con el corazón batalló entonces; paz e inocencia partieron. Así llegó a luchar con la mente y dejó atrás su orgulloso corazón. Ahora las guerras con Dios comienzan; Dios habrá de triunfar al toque de medianoche.
A juzgar por los ecos del latido cardiaco e ignorante del temor a Dios, parece que no le faltaba razón al imberbe.