La capacidad para producir escándalos políticos es uno de los atributos que en los tiempos actuales goza de mayor salud. Cuando uno creyó haberlo visto todo, surgen nuevos ingredientes --los buenos de antes son los malos de ahora; los villanos de antaño son los nuevos mártires-- en una cadena que podría nunca tener fin. Las revelaciones, versiones y nuevas verdades son una industria floreciente. Tengo mis dudas sobre si los nuevos productos despiertan tanta pasión como cuando esa industria sentó sus reales en el país. Pero más allá de la efectividad dramática, el hecho es que esta evolución de lo político, tan trenzada en forma de telenovela, promete nuevos capítulos, aun a riesgo de perder audiencia. En las telenovelas, la gracia de los personajes emblemáticos es que no traicionan casi nunca su esencia: son malos o buenos, si acaso algún giro se les permite, nunca radical, éste hay que explicarlo por alguna vivencia espectacular.
En México, la búsqueda de las verdades se ha vuelto pretexto para propinar golpes políticos y es la meteorología política la que parece marcar de manera sustantiva la dirección de los nuevos vientos justicieros. La convivencia de versiones pero sobre todo los giros espectaculares que ha dado el guión de la telenovela, incrementan la confusión y alejan la posibilidad de acceder algún día a un sistema de justicia que aplique sin más el Estado de derecho y procure reconstrucciones objetivas y castigos sin distingo. Ante la aparición de nuevas evidencias, la consigna debe seguir siendo la misma: que se aplique el derecho. Sin embargo, dada la tradicional volatilidad y fragilidad de pruebas es inevitable la duda.
No deja de ser sintomático que las averiguaciones de las recientes administraciones en las procuradurías se enderecen precisamente en contra de sus predecesores. De nuevo: si hay ilícitos que perseguir, que se proceda. Pero a lo que se está conduciendo es a desprestigiar las averiguaciones, y a que la inocencia o culpabilidad se dirima en tribunales populares en los que lo que cuente sea la credibilidad o no de la palabra empeñada. Por dos años, el presidente Zedillo se encargó de reiterar su confianza en la Procuraduría General de la República; defendía no sólo su propia apuesta política de encargar ese despacho a un miembro distinguido de un partido distinto al suyo, sino que cuando hizo falta, salió también en la defensa personal de su titular.
La campaña que ahora se endereza en contra de esa administración, bien puede apelar al engaño o desinformación. El ex presidente Salinas ha hecho de ese expediente el principal recurso de su defensa. Y así como se torna difícil de creer la versión de la desinformación presidencial en el caso de Salinas, resulta poco creíble la idea de que Zedillo fue completamente ajeno a las decisiones que se tomaron. Pero insisto de nuevo: si se comprueba fehacientemente la comisión de ilícitos, que se actúe conforme a la ley.
Con resignación se podría decir que el Estado de derecho es una pretensión y que siempre estará sujeto a los vaivenes políticos, así las víctimas de hoy serán los exculpados de mañana; los justicieros de hoy serán los indiciados de mañana, y así hasta la eternidad. Mientras eso no cambie, mientras el derecho siga siendo tan volátil, la justicia seguirá siendo una arena con taquilla a la baja, para leer el estado que guardan las pasiones políticas, un espacio para escenificar farsas y tragedias y, por cierto, un lastre que encarece y enrarece los procesos de transformación política.