A Sergio Pitol
1. Veo en los periódicos que el Premio Mazatlán le fue otorgado a Sergio Pitol. No sé muy bien en qué consiste ese premio, pero el hecho me produce alegría como si yo hubiera formado parte del jurado que lo otorgó. Resulta que días antes, leyendo El arte de la fuga (título que vinculado a Juan Sebastián Bach, condensa en cierto modo el contenido del libro) se me ocurrió escribirle una carta en la que le expreso el entusiasmo que me suscita la lectura. A la vez le discutí su apreciación por Bernard Berenson, historiador del arte que aparece mencionado varias veces. Mi desacuerdo se funda en que Berenson fue ``tramposo''. Días después encuentro en mi casa la respuesta a mi carta. ¡Alegría máxima! Nada acopio con tanta tenacidad como las cartas. Sergio defiende con pasión y a la vez con sinceridad implacable al autor de Los pintores italianos del Renacimiento.
Son volúmenes canónicos que yo leí por años. Pero Sergio me menciona un libro de Umberto Morra, publicado por el FCE en 1968, Coloquio con Berenson. Yo sé que lo tengo: lo busco con temor de no encontrarlo. Sí: lo he guardado, pero descubro que no lo he leído, cosa de la que me doy cuenta porque el volumen no está subrayado ni anotado. Mi manía de ``intervenir'' de tal manera los libros es tal, que alcanza incluso a aquellos que me son prestados (por eso un distinguido profesor universitario, que fue mi maestro, dueño de una biblioteca envidiable y muy ordenada ya no me presta nada). Me pongo a leer el citado Coloquio y lo encuentro burbujeante, vivo. Mi criterio sobre Berenson se ve modificado favorablemente. ¿Por Berenson mismo? ¿o por Sergio Pitol?
2. Leo un artículo de un colega joven por quien siento afectuoso aprecio y con quien puedo a la vez disentir. C.B. cuestiona allí mi desconfianza por ``la verdad''. Sucede que no creo en ``la verdad histórica'', porque ``la historia'' es lo que dicen los historiadores, no otra cosa. Los hechos allí están, registrados de un tiempo considerable a la fecha. Claro que sé que sucedieron, pero no es cuestión de fe, es certeza. Por ejemplo: el almirante Lord Nelson, manco y tuerto, venció a la flota francesa en Trafalgar y ya concluida la batalla perdió allí la vida en 1805. Aquí vienen otras cosas. Su muerte: ¿Se debió a un acto de valentía inaudita? ¿o quiso perder la vida y por eso se expuso en demasía? ¿Ganó la batalla debido a que estaba más que dispuesto a ofrendarse y convertirse en héroe? ¿Se le complicaba en demasía su relación con Lady Hamilton, con quien tenía una hija? ¿O era simplemente un extraordinario estratega, cosa que le valió triunfar en otras batallas (la del Nilo es la más famosa)? ¿Le ganó el protagonismo? Todo puede, o no, ser. El hecho es verídico: como también es un hecho que Trafalgar Square en Londres es sitio céntrico.
3. Con motivo del cumpleaños de su pequeña hija, de quien soy madrina, visito a un pintor. Me comunica con desolación que fue rechazado en la Bienal de Monterrey. Es una Bienal ya sumamente prestigiada cuya fase de selección se lleva a cabo a través de fotografías y diapositivas de las obras concursantes. Tengo oportunidad de ver sus cuadros rechazados (toda vez que sólo los seleccionados se envían a Monterrey). Los miro: comprendo su desolación: no son ``fuera de serie'', pero en el contexto actual tienen brío, son atractivos, son pinturas-pinturas, no simulacros de pinturas. La composición de uno de ellos me resulta particularmente interesante. Pienso, incluso, que si ese cuadro hubiese sido elegido, quizá se le hubiera otorgado una mención de honor. Advierto aquí al lector que el jurado realiza las asignaciones de premio o menciones nunca a través de fotografías, siempre ante los originales. Observando mi reacción a sus cuadros, el autor queda algo más tranquilo. Le pregunto: ¿tiene duplicados de las fotografías que envió? Los tiene. Me los muestra. Las fotos son horrorosas, no se ve textura, el color está desleído, la dirección de la brocha es imperceptible, todo está plano. Le inquiero: --¿Pero qué es esto tan espantoso? --``Es lo que usted acaba de ver, yo mismo tomé las fotografías''--me responde.
En el primer momento no me asombra en lo más mínimo que lo hayan rechazado, pero él alega: ``¿el jurado no pudo imaginar las pinturas?, tres de ellos conocen bien mi obra y la aprecian. Incluso la integrante de trayectoria más larga escribió en forma sumamente favorable sobre mi más reciente exposición individual''. Le digo: el hecho aquí son las fotografías; el jurado no tiene obligación de imaginar las pinturas y menos a través de unas tomas tan carentes de profesionalismo, ni siquiera ajustadas a la reglamentación que la convocatoria especifica.
Me pregunto: ¿Tengo yo razón? ¿la tiene él? Lo que sí sé es que la fotografía miente siempre si de pinturas se trata