El retrato que emerge de la reciente entrevista que dio Carlos Salinas es de cuerpo entero. La imagen, propósito del esfuerzo periodístico, no deja resquicio alguno a la improvisación y presenta al personaje tal cual es. La inteligencia que se le reconoce por muchos lados, se va entreverando con una realidad tan deformada que obliga, al menos, a ponerla en entredicho.
No se puede caer en la gratuita suposición de que Salinas desgrana a su hábil antojo la relación mantenida con Colosio porque quiere alejarse de la conjura supuesta. Así la entiende y de esa manera pretende hacer de su cercanía una coraza y con los toques con que amasa la formación de un candidato asentar las pruebas de su inocencia. No quiere decir tal cosa que Salinas sea, en efecto, el inspirador del complot asesino sino que el tutelaje ejercido sobre el presidente del PRI (89 a 92) no dispensa ni achica la distancia que se dio hacia el final, ni tampoco obliga la deseada continuidad de una forma de gobernar.
La peregrina versión chiapaneca no sólo es gratuita sino que debe usarse como medida de sus alcances conceptuales. La pedestre relatoría de su carencia de información confiable y oportuna sobre las andanzas del hermano da el santo y la seña de sus torpes escamoteos para evadir las consecuencias de sus actos y no es, por tanto, táctica de engaño o autocomplacencia. La repetida valuación de la conducta de Camacho como socio, amigo y cómplice al que otorgó un amplio margen de movimiento es, si se quiere ser condescendiente, usada para descubrir el lado candoroso de un presidente pero no condena, destruye o minimiza el rol desempeñado por aquél durante todo el sexenio o en los trágicos sucesos.
Pero si se hace el esfuerzo por alejarse del enjuiciamiento estrictamente individual y se enfoca la entrevista desde la perspectiva global, entonces se notan mejor las carencias y cortedades de la visión de Salinas. Seguir afirmando que Solidaridad sembró bases para descentralizar la política al situar las decisiones al nivel de la comunidad, es falaz. La centralización que impuso su intervención junto con la intermediación de la enorme burocracia creada ex profeso, hizo de las peticiones locales un mero instrumento justificatorio para ir modelando aquel llamado ``piso social'' sobre el que se pensó, ilusamente, construir un nuevo partido. Solidaridad fue, en resumidas cuentas, más un esfuerzo propagandístico personal y de gobierno que un programa para combatir las desigualdades y la pobreza extrema. Pensar que durante su sexenio Salinas pudo o debió llevar a cabo una reforma electoral de la calidad y extensión de la habida en 96, es no entender la contradicción entre el saneamiento del ámbito público y la manipulación que de él se hizo con el Pronasol.
A dos años de distancia de haber finalizado su administración, Salinas debería estar en condiciones para ejercer cierta crítica sobre su accionar e intenciones. No hay tal, fuera de una duda planteada acerca de las posibilidades que tuvo el reducido grupo de tecnócratas del que se rodeó en su intentona para cambiar o transformar un sistema esclerótico. Al admitir Salinas que ello puede ser un atractivo sujeto de análisis da el único indicio de su contacto con la realidad. No es mucho, pero algo logra.
Lo que debía prender todas las alarmas a sus intentos restauradores de imagen es la escasa penetración lograda en el juego de partidos, la economía o en el avanzado proceso electoral. Ni siquiera en el PRI causó efectos notables. La tensión impuesta por la selección de candidatos para el DF, la formación de simpatías entre los votantes capitalinos y el diseño de estrategias de campaña no se vieron afectadas por esta nueva aparición del ex presidente. Los comentarios y análisis al respecto han vacunado contra segundas intenciones si es que las hay. Muy a pesar de Salinas, la sociedad mexicana ha dejado a la vera de sus desgracias los avatares de un político de medianos alcances que, por sus ambiciones desmedidas y fiero trasiego, le mermó sus posibilidades de mejorar los niveles de vida por muchos años.