La Jornada jueves 6 de febrero de 1997

José Cueli
La plaza vibró herida

Por muy escasa poesía que exista en la contemplación del paisaje de la Plaza México, llena hasta el reloj --sol, arte, bullicio, muerte-- se siente uno impregnado de ese vago perfume que sale del aliento de lo bello y ennoblece su canción hasta los espíritus más cerrados, cuando al paso del paseíllo de las cuadrillas, se escuchó un estruendoso olé que parecía nunca terminar y que se sucedió al ritmo de las faenas del diestro de Monterrey, Eloy Cavazos. La plaza vibraba como herida por un lamento de gritos ¡El aire martinete ronco pasaba del sol a la sombra, acariciando los rostros!

Los ojos se abrían a un público nuevo, joven, con ganas de divertirse con la delicia del toreo alguna vez sospechada en los sueños. Algo hermosamente artístisco y misterioso, imposible de describir de no poseer el canto de las guitarras, albergadas bajo el redondel. Canciones toreras deletreadas por generaciones de aficionados durante 51 años en tardes crepusculares contempladoras de la belleza del toreo y la muerte que la acompaña. En la plaza que construyó don Neguib Simón y del que se descubrió una placa en la mañana de ayer, promovida por nuestro compañero Jaime Avilés.

En la mente recorrían en la fugacidad del instante, las diversas faenas realizadas por los orfebres del toreo, sin lograr descubrir el hilo de oro que les diera secuencia y ritmo. Las grandes faenas creadas por la obra del capricho, de la locura, no de las necesidades de la existencia humana sino de hermosos sueños aprisionados en la fortaleza de cemento azteca, pirámide al revés, adoradora de la sangre.

Nunca se sospecha el elegir a la Plaza México como residencia dominical, al hacerlo se abre una hermosa ventana para los sueños. Sueño que ayer se manifestó en la casta torera de Eloy Cavazos, en el espléndido toreo que hizo del nuevo público perdido en el fondo del ruedo, rojo de emoción cual toro de Bailleres flotando en el mar azul.

Maravillosa y arrolladora es la simpatía de Cavazos, tallada de ricas luces cambiantes. Dicen que lloró al abandonar el coso, pero ¡habrá quién sin ser torero de tronío no llorara al realizar la tarde soñada, frente a los ases de la torería acompañado de los toros rojos ciruela, rojos manzana, rojos rosa, rojos pálido! que tras sendas estocadas, entregándose, los desorejó, enmedio del apoteosis de este público fiestero que lo sacó a hombros enfebrecido.

Vestigios de grandeza efímera que hacen olvidar el presente que se desea nunca desaparezca. La México es historia que se detiene en su camino ante el paisaje mágico del toreo para deleitarse pausadamente. Tiene el paisaje por el que el tiempo no pasa al elevar el espíritu y distinguirlo del resto del espacio en la continuidad del tiempo. Tiempo que va de Manolete a Enrique Ponce, de Lorenzo Garza a Armillita, sembrando misterio y poesía. Ayer, como hoy y mañana, un chaval citará al toro adelantándole la muleta, lo embarcará templadamente, se lo enroscará alrededor del cuerpo y lo rematará bajo la cadera y bajo el milagro del encantamiento surgirá el toreo de siempre. Ese que no apareció en la corrida narrada, porque no salieron los toritos de la ilusión. Los toros bravos con los caballos, difíciles con los toreros --a excepción de los de Cavazos-- sirvieron para el gran petardo de Joselito el madrileño, muy discretas actuaciones de Armillita y Enrique Ponce. Por supuesto que no se disputó ningún trono del toreo universal y Cavazos con su toreo bullicioso y toda clase de mañas y valor a la hora de la verdad, les dio un repaso del que no se repondrán tan fácilmente.