La Jornada jueves 6 de febrero de 1997

Olga Harmony
Seki Sano: el grano en la paja

El homenaje, que terminó este lunes 3 de febrero, que le fue rendido a Seki Sano en el 30 aniversario de su fallecimiento, fue también cabal revisión de las aportaciones que el talentoso director japonés hizo al teatro mexicano, más allá de las mitificaciones y los lugares comunes. Quedan exactos testimonios en dos excelentes recopilaciones que hizo el CITRU: un libro, coordinador por Estela Leñero y un video que elaboró Eugenio Cobo (y ojalá se pudieran realizar más videos como éste, pero con los protagonistas todavía vivos) en los que la investigadora Michiko Tanaka y una serie de colaboradores y alumnos de Seki tratan de asir las teorías y la personalidad del maestro. Llama la atención, en el video, la sensata advertencia de Peggy Mitchel de que no se le debe poner en un pedestal --lo que siempre es un peligro para entender a cualquier creador-- porque también hay que aceptar sus fallas para comprenderlo. Y cita el desdichado montaje de una versión de Ana Karenina, personaje con el que también tuvo un grave tropiezo otro de nuestros grandes maestros, Héctor Mendoza.

La paja con que se ha ido cubriendo al hermoso grano que es Seki parte, por un lado, del absoluto desconocimiento de sus aportaciones y, por otro, de absurdos testimonios de muchos que alguna vez se le acercaron. Lo primero consiste en la repetición de un lugar común, el de que introdujo entre nosotros las técnicas stanislavskianas, lo que es verdad de algún modo --ya que éstas sólo eran conocidas con anterioridad por pequeñas élites intelectuales, como las que conformaron el Teatro Ulises-- pero siempre y cuando se tengan en cuenta las modificaciones que el director japonés fue haciendo, sobre todo a partir de su experiencia con Meyerhold, lo que llevó a algunos de sus detractores a asumir que existía una intención de engaño. Debe tenerse en cuenta que el difícil carácter de Seki Sano, al que se sumaba una incómoda militancia comunista, no lo hacía simpático en muchos medios; como se recuerda, la gota que derramó el vaso fue su brutal ataque a una actriz tan estimada como María Tereza Montoya, lo que desencadenó en su contra una desmesurada reacción.

Por otra parte, existen muchos actores y actrices que nunca alcanzaron mayor relieve, pero que tuvieron la buena fortuna de asistir a alguna de sus clases en la ANDA o en cualquier otro sitio en que las impartiera, que se presentan por ello, no como alumnos incidentales, sino como sus discípulos, actores de vivencia y absolutamente stanislavskianos. Están esas antiguas discípulas, muy dispuestas a aliviar de tareas hogareñas al maestro y quienes, habiendo sido sus martas se piensan como sus marías. Toda esa paja es la que hace al mito, pero detrás de él está un hombre importantísimo para nuestro teatro en este siglo: de allí que el homenaje se haya convertido en una inteligente y oportuna revisión de sus auténticos aportes, uno de los cuales, si no el mayor, que haya enseñado a toda mi generación y a las posteriores a ver teatro con otros ojos.

Si dejamos a un lado la apasionada veneración de quienes fueron sus verdaderos discípulos y colaboradores (y de los que, por cierto, muy pocos han logrado tener una trayectoria profesional importante, lo que en sí mismo es un posible cuestionamiento del mito) y puntualizamos lo observado por quienes, como yo, fuimos sus deslumbrados espectadores, la primera referencia obligada es Un tranvía llamado deseo en el que vimos por primera vez actuaciones de una gran interioridad y convicción, lo más cercano al método vivencial que podríamos haber visto. Hasta entonces, el teatro serio que conocíamos los que en esos años éramos jóvenes, se reducía a las escenificaciones en que brillaba María Tereza Montoya, a quien le debemos profunda gratitud no sólo porque nos presentó a muchos autores que en su momento estaban a la vanguardia en otros países, sino porque los jueves brindaba sus actuaciones a los estudiantes, con cierre de taquilla y con la sola presentación de nuestra credencial: fue una gran actriz y una dama generosa. Pero esto, lo que escenificó Seki Sano era otra cosa, tan alejado de lo disfrutado hasta entonces, que nos ayudó, a unos como espectadores y a otros como hacedores de teatro, a dar un paso enorme en la comprensión de lo que puede ser ese arte.

Con éste, se han revisado casi todos los momentos fundacionales del teatro mexicano en nuestro siglo; se han hecho sendos homenajes a personalidades tan dispares, pero igualmente importantes, como son Héctor Mendoza y Emilio Carballido, Xavier Rojas e Ignacio Retes. Falta Sergio Magaña. Faltan, hacia atrás, aquéllos a quienes Margarita Mendoza López llamó los primeros renovadores de nuestro teatro: es justo y necesario mirar hacia atrás sin ira para dar cabida al futuro sin innecesarias fracturas.