Letra S, 6 de febrero de 1997


En esta entrevista, Peter Aggleton, investigador de la Universidad de Londres, y también asesor técnico en el programa de la ONU contra el sida, señala la necesidad de plantear de manera directa las prioridades de lucha contra el VIH de acuerdo a la especificidad de los países y las comunidades afectadas

Educación sexual y lenguaje cotidiano:
las intervenciones directas

Alejandro Brito y Carlos Bonfil



¿Cómo percibe las conductas de riesgo entre los jóvenes?

No estoy seguro de que el riesgo sea un concepto que los jóvenes, e incluso los adultos, integren en su vida cotidiana. Dicho concepto se maneja sobre todo en el lenguaje de la psicología o la sociología, en un lenguaje especializado y no en el habla común. Por eso, al hablar de los jóvenes y sus conductas sexuales, tal vez sería conveniente recurrir a una terminología accesible para ellos mismos. En la mayoría de los casos, lo que llamamos riesgo podría describirse como amor o compromiso. Lo que muchos expertos llaman ``riesgo'', a menudo se confunde con otra cosa. Y uno de los problemas que enfrentamos es que en nuestras intervenciones utilizamos las ideas y conceptos de los expertos y no las ideas de la gente que tratamos de ayudar.

Usted elaboró una revisión crítica de las primeras investigaciones sociales sobre sida ¿En qué consiste dicha crítica?

En revalorar los conceptos acerca del sida que en el pasado realizaron los estudios sociales. Aprendimos mucho acerca de la diversidad del comportamiento sexual. En el principio, los programas nacionales de lucha contra el sida eran poco sensibles a la diversidad de comportamiento sexual que existe. Como consecuencia, no siempre proporcionaron el tipo de información necesario para distintos grupos, especialmente los grupos más vulnerables a la infección por VIH. Por su propia naturaleza, las investigaciones conciernen a la población general y no se ocupan de conductas sexuales específicas de los grupos con mayor vulnerabilidad. Sencillamente no fueron diseñadas para eso. No es de extrañar que luego surgieron problemas de credibilidad en torno a programas creados para funcionar en cualquier parte del mundo. Es muy variable la forma en que la gente piensa y habla acerca del sexo. No se puede encerrar a la gente en un lenguaje biomédico, en la jerga verbal del ``sexo oral'' o el ``sexo interfémura'', etcétera. No toda la gente entiende así el sexo, y esto lo vemos en los resultados que arrojan estudios y encuestas. Se desperdicia mucho tiempo tratando de explicar términos que a menudo son sólo eufemismos. Hay aspectos de la sexualidad de los que nunca se habla, porque sencillamente no deben nombrarse, como el sexo entre hombres.

Después de tantos años de existencia de la epidemia, ¿ha variado en algo esa actitud?

En los últimos cuatro o cinco años hemos visto aparecer un mayor número de investigaciones en torno a las culturas, creencias e identidades sexuales de la gente joven, los trabajadores sexuales, los usuarios de drogas; es decir, en torno a lo que el sexo significa para los individuos que lo practican. El sexo significa con frecuencia amor y compromiso, no riesgo. Las bases para intervenciones educativas futuras serían mejores si se tratara de cambiar los significados relacionados con el sexo en lugar de limitarse a pensar que presentando datos y cifras se cambiarán las cosas. Sospechamos que con el cambio de esos significados en comunidades y grupos precisos, durante cierto tiempo, sí podrá darse un cambio en los hábitos sexuales.

Sin embargo, lo que sucede a mediados de los noventa es que toda la investigación social en muchos países parece haberse vuelto en sí misma una ``intervención''. Al preguntarle a altos funcionarios de salud qué hacen en el plano social para combatir la epidemia, a menudo responden: ``estamos investigando''. Y eso es todo. Esto es preocupante dado el costo de los estudios poblaciones, los cuales consumen buena parte de los recursos disponibles.

¿Por qué las ciencias sociales reaccionaron en forma tan tardía al problema del sida?

Como mucha gente, la mayoría de los psicólogos y sociólogos sintió miedo cuando surgió la epidemia y no quiso involucrarse. En mi país, la psicología y la sociología fueron las últimas esferas en interesarse en el sida. Nadie quería ocuparse del problema, porque hacerlo era correr el riesgo de que se pensara que uno era como la gente que se moría. Había una semejanza social entre el investigador y la gente afectada. Recuerdo que en 1984 muchos de mis colegas dejaron de dirigirme la palabra, y tardé un poco en darme cuenta por qué. La razón era sencilla: muchos creyeron que todas las prácticas sexuales que mencionaba en el cuestionario que había elaborado, eran prácticas en las que yo mismo incurría. De nada de eso se hablaba abiertamente, ni en aquel entonces ni ahora. Se siguen utilizando eufemismos para todas las cuestiones relacionadas con el sexo. Quince años después de que surgió la epidemia, los investigadores sociales se sienten más a gusto hablando de ``sexo penetrativo'', ``uniones sexuales'', o utilizando un lenguaje eminentemente técnico.

¿Al hablar sobre sida, existe en América Latina una dependencia teórica respecto al trabajo en investigación que se realiza en los países desarrollados?

En la práctica, creo que hay principios básicos comunes entre los países en desarrollo y los más industrializados, y tienen que ver con una concepción de la vida cotidiana y la sexualidad como lo que son en realidad y no como lo que uno piensa que son. El mejor trabajo toma esta premisa como punto de partida. El peor trabajo se apoya en modelos de comportamiento social y sexual desarrollados en un contexto particular, por lo general en Estados Unidos o Europa, e intenta luego aplicarlos en un contexto totalmente distinto. Esa tendencia rara vez conduce a medidas de intervención educativa eficaces.

¿Cuáles serían entonces las mejores estrategias preventivas?

Existe tal vez sólo una media docena de países con buena respuesta e impacto sobre la epidemia. Y se trata de países industrializados, como Australia, Noruega, tal vez Inglaterra, pero ciertamente no Francia, y quizá tampoco, Estados Unidos. ¿Por qué estas diferencias entre países desarrollados? La respuesta la tenemos ahora. Algunos países, muy pocos, colocaron sus recursos donde está realmente la epidemia, mientras otros, la mayoría, lo hicieron donde imaginaron localizarla. Mucha gente ubicó la epidemia, generalmente, entre mujeres, ancianos, niños, y otras categorías. Los países que han combatido con menor éxito la epidemia, han dirigido sus recursos a poblaciones imaginarias, y los países que lo han hecho con mayor éxito han dirigido sus recursos hacia los grupos en los que se produjo primeramente la epidemia. Australia y Noruega, por ejemplo, han invertido gran parte de sus recursos en la atención de la comunidad gay y de los usuarios de drogas intravenosas, poblaciones muy afectadas en estos países. En Estados Unidos ha sido difícil, por razones políticas o religiosas, dirigir los recursos hacia los grupos en los que se dio por primera vez la epidemia. Existe otra cuestión también muy preocupante: la falta de una educación sexual que se imparta de manera sistemática. Por esta razón no hay acciones concretas dirigidas a los grupos que más las necesitan. En este sentido, a veces pienso que Estados Unidos es un ejemplo de la manera como no se debe tratar de controlar una epidemia.