Letra S, 6 de febrero de 1997


La sexualidad adolescente y el control social

Ana Amuchastegui / Marta Rivas



Hace ya mucho tiempo que nuestra sociedad occidental se preocupa por definir la sexualidad de una sola manera. En virtud de la aparición de grandes epidemias como la sífilis durante el siglo pasado y el sida en nuestro siglo, la actividad sexual se ha considerado una actividad riesgosa para la salud. Esta concepción tiene como consecuencia la necesidad de hacer de lo sexual un asunto susceptible de políticas y estrategias que supuestamente protejan a las personas de los riesgos asociados, como son el embarazo no deseado y la transmisión de enfermedades sexuales. Sobra decir, entonces, que la sexualidad se ha convertido en algo que requiere de administración y control, aún desde el punto de vista médico.

Para esta concepción, que domina nuestra cultura hoy en día, la actividad sexual de los jóvenes representa una dificultad particular porque se considera que presenta ``riesgos'' específicos de la edad, diferentes de los que enfrentan los niños y los adultos, entre ellos el embarazo adolescente.

La conducta sexual de los jóvenes se considera precisamente su conducta más riesgosa, en virtud de que se piensa que el ``impulso'' sexual no se controla eficazmente por la precaria situación emocional del adolescente. Esta descripción enumera una de las características de lo que se piensa es una condición universal de la humanidad, sin distinción de clase, cultura, etnia o género. Bajo esta perspectiva, todos seremos, somos o hemos sido ``adolescentes''.

Certificados de ``buena'' conducta sexual

Sin embargo, pensemos por ejemplo en una jovencita de trece años de la sierra de Oaxaca, en un muchacho de quince años de una colonia residencial del Distrito Federal, y en un campesino michoacano de 18 años que emigra a los Estados Unidos en busca de trabajo asalariado. ¿Qué hay de común en su situación, en su experiencia, en su definición de sí mismos y en sus valores y prácticas sexuales? ¿Podemos hacer caso omiso de la situación en que viven estos jóvenes, y considerar que todos pasan por los mismos procesos personales, como si éstos fueran una evolución natural determinada solamente por la biología? Tal empresa resultaría sumamente dudosa y, sin embargo, eso es lo que nuestra cultura hace cotidianamente: construir un estereotipo universal de adolescente que se aplica a todos los jóvenes de cierta edad sin atender a sus condiciones concretas de existencia. Con ello se logra tener criterios para la clasificación de sus conductas en normales o anormales y así diseñar estrategias para su control. Sin embargo, la adolescencia como idea universal tiene historia, pues fue configurada a partir de estudios de jóvenes estadunidenses de clase media durante la década de los 50, aunque después logró erigirse en la norma por la cual todos los demás han de ser evaluados.

Con respecto a la sexualidad, estas ideas dominantes consideran que los adolescentes son incapaces de hacerse responsables de su conducta sexual. Se supone que niegan el riesgo de infección por el VIH, tienen relaciones sexuales ocasionales sin protección, y está en su naturaleza la imposibilidad de planearlas. En respuesta, la mayoría de las estrategias educativas se realizan bajo una concepción fundamentalmente negativa tanto de la sexualidad como de los jóvenes, además de que niegan sus circunstancias particulares y sus necesidades concretas. Son escasos, si no inexistentes, aquellos programas educativos que parten de las necesidades y vivencias propias de los adolescentes.

La preocupación reciente sobre el embarazo adolescente refleja una ansiedad de los adultos con respecto a la conducta sexual de las jóvenes solteras. Las normas dominantes definen a las mujeres adolescentes como si fueran niñas y el periodo entre la pubertad y el matrimonio se considera asexuado, pues el matrimonio es el único ámbito válido donde se puede ejercer la sexualidad. Así, el embarazo adolescente hace visible la relación sexual, y no es la maternidad lo que preocupa, sino la actividad sexual fuera de los patrones aceptados.

En todo caso, se piensa que es necesario controlar a los adolescentes ya que ellos no pueden controlarse a sí mismos, y esta tarea le es encomendada principalmente a los padres. De hecho, la ``buena'' conducta sexual de los hijos es un elemento para la evaluación de la buena educación recibida en el seno familiar. Si en ello va la reputación parental, es obvio que la sexualidad de los jóvenes es una preocupación de los adultos.

En general, los grupos conservadores de nuestra sociedad consideran que los padres deben ser los únicos titulares de la educación sexual de los jóvenes. Así lo demuestra la reciente campaña lanzada por el Arzobispado mexicano en todos los medios de comunicación. No hay que olvidar que tales espacios les han sido vedados consistentemente a otras organizaciones que trabajan por la prevención del sida desde una perspectiva del respeto a la pluralidad y la elección individual. Si bien es cierto que la familia es uno de los espacios fundamentales de la socialización, incluyendo la sexual, sus características concretas influyen determinantemente en el tipo de educación que puede proporcionar.

En todo caso, escuchemos lo que algunos adolescentes dicen acerca de la educación sexual que reciben en casa. Los siguientes ejemplos provienen de una investigación realizada con jóvenes de 14 a 16 años de un barrio popular de la ciudad de México (Bronfman, M. Ed. Sida en México: migración, adolescencia y género. México, 1995).

Las fuentes de la desinformación

Sus testimonios muestran la forma en que la construcción social de la sexualidad de los adolescentes --descrita anteriormente-- frecuentemente niega la posibilidad de que ellos encuentren satisfacción a sus inquietudes dentro del espacio familiar.

Algunos de los jóvenes entrevistados no consideran a los padres informantes confiables sobre la sexualidad, debido fundamentalmente a dos circunstancias: el nivel educativo de los padres y sus reacciones negativas ante cualquier pregunta sobre el tema. Los siguientes comentarios ilustran la primera circunstancia: ``Uno les pregunta y se ponen colorados, no saben qué decir.'' ``Hay muchas veces que sí contestan pero como no saben ya qué decir, no quieren hablar, para no mostrar todo lo que se debe decir.''

--Entrevistadora: ¿Por qué creen que no dicen más?

--Tal vez por pena, o tal vez porque no están bien informados...

Pero el desconocimiento de los aspectos fisiológicos de la sexualidad no es la única razón para que estos jóvenes decidan no recurrir a sus padres. Lo es también, y principalmente, el significado negativo que se le atribuye a su posible actividad sexual. No es infrecuente la decisión de guardar silencio frente a los progenitores pues, a decir de estos jóvenes entrevistados, plantear preguntas e inquietudes sobre el tema genera en ellos una reacción adversa basada en la preocupación, el temor y la necesidad de control de la sexualidad del hijo.

En la experiencia de estos jóvenes, tanto la familia como la comunidad consideran que su sexualidad les es ajena por su edad. Ellos expresan que el discurso de los adultos los califica de ``chiquitos'' e incapaces de tener deseos sexuales, menos aún de ejercer una sexualidad responsable. De esta manera, sus dudas y preguntas son descalificadas de inmediato por ser ``inapropiadas'' para su edad, y producen en estos padres una sospecha de que han iniciado o están por iniciar su vida sexual, lo cual sufrirá de una inmediata represalia, como lo ilustran las expresiones ``(mis papás dirán que) ya tienes muchas ganas'' o ``me dirán que no, cochino''. Pero la negación del deseo de los jóvenes no lo elimina de la realidad, solamente provoca que ellos cierren sus posibilidades de diálogo en la familia y lo trasladen hacia otros ámbitos, no siempre los más indicados, pero sí más receptivos a sus inquietudes sin mediar una reprimenda.

Por todo lo anterior, es importante reconocer que la familia no siempre es el espacio idóneo de orientación sexual, y que es responsabilidad de la sociedad en su conjunto ofrecer a los jóvenes espacios en los cuales puedan ser escuchados desde sus necesidades y realidades. Si hemos de luchar por una cultura de la diversidad y el respeto, nuestros jóvenes merecen ser considerados en su especificidad y como personas completas, no defectuosas o incapaces de tomar decisiones, y deben contar con las oportunidades que requieren para dar a sus deseos sexuales el cauce que elijan. Parte de este esfuerzo tiene que ser la apertura de los medios, las instituciones de salud y educativas y las organizaciones sociales, para fungir como educadores sexuales respetando la elección individual.

Profesoras investigadoras en el Departamento de Educación y Comunicación de la UAM-X.