La Jornada 7 de febrero de 1997

COLLOR, PEREZ, BUCARAM...

En el contexto de la más vasta movilización popular en la historia de Ecuador --y una de las mayores en América Latina--, el Congreso de ese país defenestró ayer a Abdalá Bucaram, un presidente que en escasos meses de gestión logró batir las marcas de autoritarismo político, insensibilidad económica y frivolidad personal que, por desgracia, no han escaseado en el entorno político latinoamericano de los años recientes.

El depuesto mandatario no tiene rival ni precedentes en el terreno de las excentricidades, las vulgaridades y los metódicos desfiguros, asuntos que terminaron por generarle, mucho más pronto que tarde, la generalizada antipatía de los ecuatorianos. Tampoco puede encontrarse un caso análogo en la aplicación de políticas neoliberales, o no al menos en la forma tan salvaje y desproporcionada como pretendió imponerlas Bucaram en su país. Sin embargo, tanto en el paquetazo neoliberal que marcó el principio del fin para Bucaram, así como en su desalojo de la Presidencia, pueden encontrarse aleccionadores y preocupantes paralelismos con otras naciones del subcontinente.

Por una parte, casi ningún país latinoamericano se ha salvado de pasar por programas de ajuste dictados desde el típico orden neoliberal de prioridades: eliminar el déficit fiscal, controlar la inflación con métodos recesivos, amarrar los salarios, liberar los precios y esperar a que el libre juego del mercado acabe por estabilizar las cosas. Tales medidas consiguen, por regla general, resolver los desajustes económicos en el corto plazo, pero a juzgar por su recurrencia cíclica, no resuelven las causas estructurales de los desarreglos. En cambio, dejan graves secuelas en el nivel de vida de la población y generan malestares políticos que no pocas veces desembocan en fenómenos de gobernabilidad.

En otro sentido, con la caída de Bucaram suman ya tres las gestiones presidenciales abruptamente interrumpidas desde el restablecimiento democrático de los años ochenta en Sudamérica --Fernando Collor de Mello, en Brasil, y Carlos Andrés Pérez, en Venezuela. Tales interrupciones no ocurren ya en virtud de cuartelazos castrenses, como antaño, sino por procedimientos parlamentarios legales. Y si bien es reconfortante el hecho de que la institucionalidad sea capaz de desembarazarse de un mandatario que ha incurrido en fallas graves, sin interrumpir por ello el orden legal ni la vigencia del estado de derecho, la relativa frecuencia del fenómeno es, también, un inquietante indicador de lo frágil y vulnerable que es la estabilidad democrática.

Esto último resulta especialmente cierto en Ecuador, donde, tras la caí-da del pintoresco Bucaram --un suceso que a fin de cuentas marca el triunfo de la sensatez cívica y política de la sociedad--, persisten dos interrogantes de fondo: si sus adversarios políticos serán capaces de poner de lado sus diferencias y reconstituir la normalidad democrática, por un lado, y si será posible evitar, en lo sucesivo, la llegada al Poder Ejecutivo de individuos que, como el mandatario ayer depuesto, carecen en forma evidente de las más elementales aptitudes para gobernar.