Antes que nada hagamos aclaraciones teóricas e históricas. El Estado de derecho emerge en el instante en que la soberanía se autorregula al expresarse jurídicamente en una Constitución escrita o no escrita, en el supuesto, claro, de que dicha soberanía connota la voluntad del pueblo para otorgarse una organización en todo lo relacionado con la cosa pública. El gobierno, en cambio, es el aparato destinado por la Constitución al ejercicio de las funciones del Estado. En consecuencia, entre Estado y gobierno tendrá que existir una armonía que lo afirme al realizar el mandato social imbíbito en la soberanía constituida en Estado.
Sin embargo, tal armonía puede romperse cuando los titulares de los órganos del gobierno, desviados por intereses ajenos, los conducen por senderos contraconstitucionales, creándose así un gravísimo conflicto entre gobierno y Estado, por cuanto el primero se transforma en ilegal e ilegítimo al violar el consenso jurídico que da significación y validez al Estado de derecho.
Ahora vienen las aclaraciones históricas. Fuera del Decreto Constitucional de Apatzingán (1814), destruido por los ejércitos colonialistas, ninguna de nuestras cuatro constituciones federales y las dos centralistas, o bien las monárquicas (1822 y 1865), han sido cabalmente cumplidas, porque en sus aspectos sustanciales resultarían reformadas de facto o por extraviadas vías de jure, de acuerdo con operaciones y ordenamientos de los gobiernos respectivos. Aparte de los fugaces intentos jurídicos de Iturbide y Maximiliano, ilegítimos igual que las castas que los propiciaron, las primeras dos constituciones federalistas y las dos centralistas fueron cínicamente burladas por el escabroso y traidor santanismo de la época; y suerte semejante correría la Carta de 1857, incluidas las Leyes de Reforma (1859), convertidas unas y otras en papeles de basurero por el militarismo político que tomó el poder público desde la rebelión de Tuxtepec (1876) hasta el desmoronamiento de la dictadura de Díaz (1911) y de la satrapía de Victoriano Huerta (1914).
La Constitución de 1917, cuyo 80 aniversario se recordó el pasado miércoles, no es ajena a las tinieblas que envuelven a nuestras leyes supremas. Los primeros golpes anticonstitucionales casi aniquilan la revolucionaridad del texto queretano. Carranza trató de imponer al sucesor Ignacio Bonillas, iniciando el neodedazismo de nuestro tiempo; Obregón y sus socios aguaprietistas dieron el banderazo a la carrera de los asesinatos políticos, liquidando al presidente Carranza --entre otros muchos, serían brutalmente asesinados Zapata y Villa--, y hasta la fecha ensangrientan la conciencia del país. Así quedó aniquilada la democracia proclamada en 1917.
Y en medio de la tragedia y con motivo del vodevil de Bucareli, se abrieron las puertas a las directrices metropolitanas al declararse intocables las concesiones petroleras y mineras otorgadas con anterioridad al 1o. de mayo de 1917 (artículo 1o. transitorio constitucional), pisoteándose los derechos inminentes de la nación (artículo 27) con el dogma de derecho privado de la no aplicación retroactiva de la Ley. Esta maniobra, convertida de inmediato en Jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia, asestó una de las primeras puñaladas que se dieron a la letra y al espíritu de la Ley sancionada en el Teatro Principal, herida que restañaría Lázaro Cárdenas el 18 de marzo de 1938.
Luego de aquellos deplorables acontecimientos han seguido muchos más con base en el uso y abuso de las facultades que otorga al Congreso el artículo 135, por virtud del cual es posible reformar la Carta Constitutiva, aunque en verdad tales potestades se han utilizado para cambiar la legislatura ordinaria, cuyos derechos, que tienen un carácter derivado del Constituyente, se han llevado al extremo de pretender sustituir a los que son propios del Congreso original, sancionando sin pudor y poniéndose en marcha la táctica del mayoriteo, normas opuestas a las que son el núcleo esencial de la Constitución de 1917. Esta, por supuesto, ilegítima conducta de la legislatura ordinaria, nula de pleno derecho en sus productos jurídicos por su incompetencia de origen, ha puesto al país en situación de hallarse simultáneamente regido y moldeado por una Constitución y una anticonstitución, o sea entre un Estado de derecho y otro Estado de no derecho.
Ya lo hemos señalado en varias ocasiones. La situación político-jurídica actual, inserta a México en un contexto de gravísimas tensiones de legitimidad de su Estado e ilegitimidad de sus gobiernos, tensiones que nos han arrojado a un vórtice que pone en peligro la soberanía nacional y los derechos humanos, individuales y sociales, amenazados por un creciente autoritarismo poco respetuoso de la sociedad civil.
¿Acaso esa es la Constitución que con bombo, platillos y sin alegría alguna celebramos el reciente 5 de febrero?.