Jean Meyer
¿Moscú feliz?

A principios de diciembre la gente andaba muy preocupada porque la nieve no había llegado y el año iba a ser ``desnudo'' (la tierra sin su manto de nieve que protege a la semilla de las heladas mortales): los ancianos se quejaban que desde 1938 no habían conocido un mes de diciembre tan caliente. Felizmente el invierno trajo la nieve y una temperatura normal de -35 grados.

Otra buena noticia es que a lo mejor van a destruir el terrible hotel Rossiya, el monstruo de 500 cuartos, el más feo de todos los feísimos hoteles soviéticos, famoso por sus incontables cucarachas.

Por cierto, a la bohemia moscovita que no le teme al frío le encanta coquetear con el pasado estaliniano que abomina por otro lado. De no ser por las cucarachas iría al Rossiya para organizar sus reventones, sus ``rave''. Así el Water Club, en el puerto del río al norte de Moscú, se encuentra en una ala de la estación, bajo las columnas neoclásicas de una rotonda, al centro de la cual sigue la fuente con sus osos blancos, construida en 1937 bajo órdenes de Stalin. Esa bohemia organiza también sus ``rave'' extáticos en otros edificios estalinianos, en bunkers antiatómicos desafectados, o en sótanos cerca de la siniestra Lubianka, castillo del KGB. Cuando uno entra al Water Club pasa, en fila chichimeca, entre dos rejas para hacerse marcar sobre la muñeca derecha el ``sello de la libertad'', un número, una matrícula como en el Gulag.

Es el mal gusto voluntario del estilo Ptiush, revista dirigida por Igor Shulinsky, especialista del gran poeta Osip Mandelstam, muerto en el Gulag en 1938. Al probo Shulinsky, quien hace la guerra al puritanismo soviético y ruso, le encanta citar a Lenin: ``Los jóvenes tienen especial necesidad de la alegría y de la fuerza de vivir. La revolución exige la concentración de las fuerzas. No puede tolerar condiciones orgiásticas. La disipación, el libertinaje en la vida sexual son conceptos burgueses''. Le ha de encantar a ese apóstol de una cultura psicodélica el libro que acaba de publicar Alexander Etkind, Sodoma y Psyche, y que va a ser un bestseller como su Imposible Eros, que sigue esperando un editor mexicano. Ahí desfilan todos los grandes poetas y escritores, desde Pushkin hasta Blok, en compañía de los políticos, desde Bakunin hasta Stalin, cuyas sombras pretenden exorcizar los jóvenes que se pierden en el barrunto de la música tecno, en el delirio de los láser, mientras el humo o la espuma invade el antro. Celebran ``el crepúsculo de la Rusia eterna'' en forma de rap cosaco. Se necesitaría a Carlos Monsiváis para invocar a la madre de esos bohemios.

De la Rusia eterna han conservado la sed inextinguible de vodka. Yeltsin acaba de anunciar el restablecimiento del monopolio estatal de la fabricación y comercialización de la vodka. Por razones fiscales más que humanitarias, claro, pero ¿quién podrá vencer la astucia de la gente? Un aficionado al transparente licor acaba de transformar en alambique su lavadora. Cuando la policía llegó a cerrar su empresa doméstica ya había vendido 144 litros del brebaje ilegal. Ahora el enemigo no es esa producción tan artesanal como mortífera, sino la competencia ucraniana, polaca, sueca y hasta americana que invadió a Rusia.

¡Hasta la Turkmenia islámica fabrica una vodka bautizada Niyazov, del nombre de su autócrata presidente! Ya era tiempo de que interviniera Yeltsin, entre dos hospitalizaciones: es que en los últimos 12 meses la producción nacional de vodka había caído 46 por ciento, mientras que Ucrania introducía en Rusia ¡70 millones de litros de vodka!

Quizá para contrarrestar esa inundación extranjera, un negociante ha lanzado la nueva marca de vodka: ruleta rusa.