En los países democráticos, las elecciones constituyen el mecanismo esencial por el que la sociedad se renueva a sí misma, definiendo el rumbo de la nación o corrigiéndolo para adecuarlo a sus necesidades presentes y aspiraciones futuras.
Cuando esto se confunde, las elecciones pierden su razón de ser y se convierten en un mero protocolo para convalidar usurpaciones y desviaciones que tarde o temprano afloran en crisis que ponen en riesgo su existencia.
Por muy diversas razones, esto es lo que ha sucedido en México. En muchos momentos y para muchos, las elecciones han sido tomadas como un fin en sí mismas, en lugar de entenderse como el medio que son. Igualmente grave ha sido la confusión de la finalidad que las elecciones persiguen, al haber sido convertidas en medio para asegurar un poder que se ha transformado en beneficios personales y abusos sobre los demás. Los resultados no pueden ser otros que los que hoy padecemos.
La gravedad del momento debe ser (y es para muchos) motivo de reflexión, pero debe ser también de acción transformadora; las opciones son pocas pero vitales. La primera de ellas está sin duda en las elecciones. Rescatar su esencia como fuente de renovación y restauración del Estado, debiera ser desde ahora preocupación fundamental de todos los mexicanos que buscamos el cambio.
Por la esencia misma de sus atribuciones, corresponde al Consejo General del Instituto Federal Electoral, difundir la importancia de los procesos electorales como elemento transformador de la nación, encauzándolos como lo que son, dándoles la altura y la seriedad que la sociedad necesita y espera de ellos, y previniendo con claridad y firmeza su contaminación por prácticas de inequidad, de uso ilegítimo de los recursos de la nación para comprar votos, y de campañas carentes de ética por los medios de comunicación. Hacer todo esto sería, para el IFE, estar a la altura de lo que el país necesita.
En las semanas pasadas, los ciudadanos pudimos conocer la gigantesca y enérgica campaña del IFE invitando a los jóvenes y a toda la población a registrarse en el padrón electoral y obtener así su credencial para votar. Qué bueno que así se hizo; su costo mayúsculo estuvo bien empleado. Cabe ahora una campaña similar para dignificar el voto, para evitar su compra vergonzosa, para orientar a los ciudadanos y ciudadanas sobre la importancia de votar bien, razonadamente, por los candidatos con las mejores y más viables ofertas, a no dejarse engañar por la propaganda oficial.
En las elecciones de 1994, pese a los avances logrados por el IFE y las valientes posiciones de algunos de sus consejeros ciudadanos, las campañas del IFE no pudieron superar la visión de las elecciones como un fin en sí mismas. Hoy esto no debe ni puede repetirse, si es que queremos salir de la debacle.
El desafío no es trivial, implica un cambio de grandes proporciones, la separación real del tutelaje y la influencia perversa de los mecanismos facciosos del gobierno. Pero el beneficio para la nación será inmenso. Al menos así lo pensamos en Alianza Cívica.