La Jornada sabado 8 de febrero de 1997

El tonto del pueblo ŤJaime Avilés
Hotel Miguay

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Cedo la palabra a Kapuscinski: ``Al mirar el mapa del mundo, si desplazamos la vista de oeste a este, en la parte meridional del continente euroasiático veremos una cadena de cuatro mares: primero el Mediterráneo, que va a dar al mar Negro, después, tras las montañas del Cáucaso, se extiende el Caspio y, finalmente, situado más al este, veremos el mar de Aral''.

Estoy acostado en la habitación número 30 del Hotel Miguay, que es el único de Tecamacharco. Hace mucho frío y mi corazón zozobra enmedio de una tristeza incurable. Sigo leyendo: ``El mar de Aral se alimenta de dos ríos: el Syr-daria y el Amu-daria. Son unos ríos largos: el Syr-daria tiene 2 mil 212 kilómetros y el Amu-daria mil 450 kilómetros, y atraviesan toda el Asia Central''.

De pronto alzo los ojos y en la pantalla del televisor aparece el extraño rostro de Liv Tyler, la actriz que, dicen, embrujó a Bertolucci. Ahora leo salteando frases: ``El Asia Central no es más que un desierto interminable... Sin embargo, el mundo del Syr-daria y del Amu-daria es diferente. A lo largo de ambos ríos se extienden campos de cultivo y frondosos huertos; por todas partes abundan nogales, manzanos, higueras...''.

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El Hotel Miguay de Tecamacharco cuenta con un canal de televisión por cable, llamado PPV, que es como tener un cine en la propia casa: durante un mes pasan, todos los días, las mismas diez películas. Y como ahora Liv Tyler ha culminado su escena y no reaparecerá sino dentro de seis minutos, sigo leyendo con mayor atención. Kapuscinski narra cómo desapareció buena parte del mar de Aral, en la ex Unión Soviética, a causa de un proyecto de agricultura colectiva diseñado por los herederos de Stalin: Kruzhov y Brézhnev.

``El comienzo de la catástrofe se remonta a los años sesenta'', precisa Kapuscinski, y yo explico: para intensificar la producción de algodón del Asia Central, que era básica para toda la industria textil de la ex Unión Soviética, la dictadura resolvió desviar el agua del Syr-daria y del Amu-daria a fin de crear nuevos e inmensos campos de cultivo. ``Teniendo en cuenta que la longitud de ambos ríos suma nada menos que 3 mil 662 kilómetros, debieron de haber excavado un número impresionante de canales por los que, posteriormente, se dio salida al agua. A lo largo de esos canales, los campesinos debían plantar algodón...

``Al principio lo hacían en los eriales del desierto, pero, como la fibra blanca seguía sin satisfacer la demanda, las autoridades ordenaron entregar al algodón campos de otros cultivos, jardines y huertos. No resulta difícil imaginarse la desesperación de los campesinos al verse privados de todo cuanto poseían: una mata de grosella, un albaricoquero, un retazo de sombra. En las aldeas se sembraba algodón en todas partes: delante de las casas, en donde antes crecían flores, en los patios y junto a las cercas. Lo plantaban en lugar de tomates y cebollas, en lugar de olivos y sandías. Aviones y helicópteros sobrevolaban aquellos pueblecitos hundidos en el algodón, tirando sobre ellos aludes de abonos químicos: nubarrones de pesticidas tóxicos. La gente se ahogaba, no tenía con qué respirar, se quedaba ciega''.

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Afueran estallan cohetones: es la noche del dos de febrero, el ciento quince aniversario del nacimiento de James Joyce. Sigo leyendo: ``Hasta donde alcanzaba la vista, por todas partes crecía el algodón: el velludo mar blanco lo inundaba todo...''. De esta suerte, agrega Kapuscinski, ``las aguas del Syr-daria y del Amu-daria, en lugar de fluir hacia el mar de Aral, fueron malgastadas, por voluntad del hombre, a lo largo de más de tres mil kilómetros, desparramadas por los campos de un desierto infinito. Por este motivo, la tranquila y ancha corriente de los dos poderosos ríos --la única fuente de vida en esta parte del mundo--, en lugar de aumentar su caudal a medida que seguía su curso (como es costumbre de la naturaleza), empezó a disminuir, a encogerse, a estrecharse y a perder profundidad hasta que, llegando al mar, se convirtió en encharcadas ciénagas, saladas y venenosas, en lodazales espumosos y pestilentes, en traicioneras marismas, para que, finalmente, se la tragara la tierra...''.

Para escribir esta historia, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski entró en el Asia Central por la región de Uzbekistán y después de visitar la ciudad de Tashkent se fue a lo que antes era la costa del mar de Aral. Lo relata de esta manera:

``El pueblo se llama Muinak y todavía hace pocos años era un puerto marítimo de pescadores. Ahora se levanta en medio del desierto: el mar está a unos sesenta, ochenta kilómetros. En las proximidades del pueblo, allí donde antes estaba el muelle, en las arenas movedizas se ven cascos oxidados de barcos de pesca. En los últimos veinte años el mar de Aral, que ni tan siquiera se vislumbra desde Muinak, ha perdido la tercera parte de su superficie. Hay quienes estiman que se ha reducido en una mitad. Lo cierto es que el nivel del agua ha bajado trece metros. El desierto en que se ha convertido el antiguo fondo marino alcanza ya los tres millones de hectáreas. Las constantes ventiscas y tormentas de arena que se producen cada año arrojan al ambiente setenta y cinco millones de toneladas de sales y otros venenos, procedentes de los abonos químicos que en su tiempo trajeron hasta aquí los ríos''.

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Afligido de más en más por la aniquilación del mar de Aral, que fue provocada por un modelo de agricultura colectiva igualito al que, según Sergio Sarmiento, ``desean imponer los zapatistas'', cierro el libro de Kapuscinski (``Imperio'', Editorial Anagrama, 1994) y me pongo a revisar un ejemplar del suplemento mensual, La Jornada del Campo, que se publicó el 27 de noviembre del año pasado, y que ofrece una muy interesante reflexión de la investigadora Luisa Paré sobre el proyecto de plantaciones forestales comerciales que el neoliberalismo está construyendo en el sureste mexicano.

La semana anterior, en este espacio, se dijo que el consorcio financiero Pulsar, de Alfonso Romo Garza, planea sembrar eucaliptos a lo largo de 300 mil hectáreas en Tabasco, Campeche y Chiapas, y con ellos obtener 6 millones de metros cúbicos de celulosa al año, cifra equivalente al de toda la producción maderera del país. Pero según Luisa Paré, especialista en el tema, las empresas interesadas en competir con Pulsar, esperan, a corto plazo, controlar un total de 150 mil hectáreas más, para la reproducción masiva del eucalipto, en los tres estados mencionados arriba así como en el sur de Veracruz y en la sierra Tarahumara.

Escribe Paré: ``Los proyectos de plantaciones incluyen a los principales estados con condiciones forestales del país. A la fecha, Pulsar tienes mil hectáreas plantadas de 300 mil proyectadas en el estado de Tabasco; Planfosur tiene 6 mil de 21 mil hectáreas en Tabasco y Veracruz; Smurfit tiene 28 mil planeadas en Campeche; International Paper tiene 100 mil en el sureste, y Pimsa 6 mil en Chihuahua''.

Lo extraordinario del caso es que, en opinión del Consejo Nacional Forestal, dependiente de la Semarnap (Secretaría del Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca), el ``territorio susceptible'' de ser convertido en plantaciones comerciales de eucalipto y otras especies maderables de rápido crecimiento, ``podría ser hasta de 12 millones de hectáreas'', siempre según Luisa Paré.

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Hace ocho días, aquí, el tonto del pueblo utilizó la versión definitiva del proyecto de Pulsar para advertir acerca de los terribles daños que ocasiona la reproducción masiva del eucalipto, ese árbol emblemático del espíritu neoliberal, que destruye todo cuanto existe a su alrededor con tal de hacer dinero. Para Luisa Paré, sin embargo, ``cuando la discusión se teje sólo en torno de la dimensión ambiental... facilita la tarea de los industriales. La cuestión principal es a cuáles necesidades responde y a cuáles no la plantación del eucalipto''. Veamos su razonamiento.

En los últimos siete años, dice la experta, la producción maderera del país ``decreció en 40 por ciento'', debido a que sólo recibió 0.08 por ciento de los créditos del sector agropecuario. Así, para 1995 el saldo negativo de la balanza de pagos fue de 580 millones de dólares, y 85 por ciento de las importaciones en este rubro fue de productos celulósicos, básicamente papel. Y en 1996, entre madera y papel, México importó 807 millones de dólares y sólo exportó 323 millones de dólares.

Ante este cuadro, en la interpretación de Paré, nuestros neoliberales concluyeron que las plantaciones comerciales son la vía idónea para resolver la crisis de los bosques mexicanos en relación con el mercado mundial. Y el entusiasmo de nuestras autoridades ecológicas ha llegado a tales extremos que, para el Consejo Nacional Forestal, existe la ``factibilidad de transformar (los territorios dedicados a) la ganadería y la agricultura extensivas de baja rentabilidad'' en impetuosas plantaciones de eucalipto. El problema que Luisa Paré observa en este sentido no es tanto el de la devastación ecológica para dentro de veinte o treinta años, sino el más urgente y sencillo de la producción de alimentos.

Perfecto: ocupemos 12 millones de hectáreas del sureste, sembrémoslas de eucaliptos, exportemos a Estados Unidos madera, celulosa y papel como nunca lo hemos soñado y olvidémonos de comer, porque para quienes, dice Paré, ``la preocupación principal es la soberanía alimentaria del país, resulta suicida'' reconvertir en plantaciones forestales la mayor parte de las tierras de labor que hay en México.

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En tiempos del (¿ex?) presidente Salinas de Gortari, cuando se abrieron las fronteras de par en par a las importaciones de todas las mercancías imaginables, la producción interna de maíz se desplomó en 27 por ciento, mientras el precio internacional de este grano básico para los mexicanos se duplicaba. Así, pregunta Paré, ``¿qué importancia puede tener un ahorro de 250 millones de dólares de papel y pulpa frente a los 3 mil millones de dólares que significa el déficit de alimentos, entre ellos el del maíz?, ¿qué representan los 8 mil empleos ofrecidos por las actividades forestales frente al millón y medio de campesinos que encontrarían empleo si nos propusiéramos recuperar la soberanía alimentaria?''.

Hoy por hoy, el mayor obstáculo que enfrentan las empresas plantadoras de eucalipto para llevar a cabo sus proyectos de colectivización agropecuaria es, precisamente, el de los pueblos indios del sureste mexicano que están luchando por una reforma constitucional que les permita oponerse a estos planes absurdos. Pero el ``gobierno'' insiste en que reconocer los derechos de los indios atenta contra ``el proyecto de la nación'', según dijo el procurador general de la República, Jorge Madrazo Cuéllar, en el 80 aniversario de la Constitución de Querétaro. ¿Habrá querido decir que el ``proyecto de la nación'' es imponerle al sureste mexicano un destino semejante al del mar de Aral? ¿En 1994 alguien votó por eso?.