Sergio Pitol
El acto de escribir*

Hace ocho años, y en estas mismas fechas, me encontraba yo en esta ciudad para presenciar la entrega del Premio Mazatlán, en aquella ocasión otorgado a Carlos Monsiváis. Padecía yo en ese entonces una alarmante crisis depresiva. Era de tal intensidad que no había un solo momento que no se convirtiera en una señal de desintegración. Recordar mis trabajos literarios era tanto como vislumbrar un pantano. Pensar en enmendarme e intentar un nuevo paso hacia la recuperación resultaba poco menos que imposible. Nada de lo escrito en el pasado valía la pena y el futuro implicaba el vacío. El único símil que podía aplicar a mi persona era el de un cartucho irremisiblemente quemado. Carlos insistió en que lo acompañara, convencido de las virtudes terapéuticas de un cambio de lugar. Y por algunos días el milagro pareció producirse. La estancia en Mazatlán fue una tregua. La ceremonia de premiación, el discurso del premiado, el aire festivo que el carnaval creaba en torno nuestro, los paseos por la ciudad, las conversaciones con nuevos amigos lograban crear un espacio seguro y tonificante.

No podría afirmar que aquel viaje feliz me curó del todo, de lo que sí estoy seguro es que regresé a mi casa con una idea fija: insistir en el acto de escribir. Me empeciné en ello, consciente de que sólo en la escritura hallaría la salud. La operación como ven resultó efectiva, tanto que aquí me tienen endilgándoles cuitas pasadas y haciéndoles partícipes de la resurrección que me condujo hasta el codiciado galardón que he recibido.

Hace unos cuantos días, la noche en que me anunciaron haber ganado este premio cargado de prestigios fue, no voy a negarlo, un momento de intensísima felicidad. Felicidad, sobre todo, por haber recaído el premio en éste y no en ningún otro de mis ibros, en éste por ser quizás la obra en que personalmente más me he involucrado, y también porque en ella descubrí que la literatura ha sido la fuerza que le ha dado unidad a mi vida y el espacio donde confluyen todos mis intereses, y donde eso que llamamos realidad y lo que llamamos imaginación encuentran su punto de cohesión. Y, además, por recibir el Premio Mazatlán en este año, 1997, en el que se cumplen 40 años de mi primera publicación: Victorio Perri cuenta un cuento.

Aquella transitoria y única ola depresiva a la que he aludido no rozó este libro. El arte de la fuga es, más bien, una suma de momentos radiantes, más cerca de las minucias de la vida cotidiana que de cualquier acontecimiento extraordinario.

Genaro Estrada, ese memorable hombre de letras e internacionalista de dimensión universal, nació hace 110 años en esta hermosa ciudad. Su vida y sus trabajos revisten para mí una importancia decisiva. En una época de severas estrecheces conceptuales él logró orientarse con instinto admirable. Su amor a las cosas de México, las del pasado y sus contemporáneas, no le impidieron admirar lo que se producía en otras latitudes; estudió a la Nueva España con el mismo afán y entusiasmo que puso en el estudio de la bibliografía de Goya, en la pintura de Picasso, en las novelas de D.H. Lawrence y las de Jules Renard. Estaba en todo. Invocándolo, me permito glosar uno de los textos de El arte de la fuga, que intenta compartir con él algunas direcciones, las que regulan los complejos enlaces entre lo nacional y lo universal.

``Jamás la literatura se ha sentido a gusto en medio de estrecheces dogmáticas; se rebela hasta de los mismos cánones creados por ella cuando los considera ya innecesarios. Ser inconforma también cuando se la trata de enclavar en una sola región. El deseo de abolir las fronteras culturales se presenta en el mismo momento en que alguien fija las fronteras reales, las necesarias a la tribu, a la razón de Estado. El Renacimiento hizo circular ideas, temas, estilos, tonalidades y maneras. Uno de sus más altos atributos es la universalidad. Marsilio de Padua y sus discípulos tradujeron a Platón; Shakespeare rehizo textos del italiano Bandello; Miguel de Cervantes fue seducido por las novedades italianas y también, según hoy se sabe, por las formas narrativas árabes de las que tuvo noticia durante su cautiverio en Argel; nuestro Juan Ruiz de Alarcón escribió una obra maestra, La verdad sospechosa, que Corneille reescribió en francés y Goldoni en italiano; hubo variantes de La Celestina en muchas lenguas.

Más tarde, durante la fiebre romántica, ¿qué poeta no quiso ser Manfredo y Lara y El corsario y Don Juan? Buenos y mendianejos, portentosos y deleznables, reducidos a un sombrío cuarto de estudiantes o instalados en la biblioteca de un soberbio palacio, en Lisboa o en Morelia, en Puebla o en Coimbra, en París, en Petrópolis, en San Petersburgo, en Milán, en Sevilla y en Nápoles, igual en las grandes metrópolis que en poblados perdidos, los versos de Byron deslumbraron, iluminaron y enloquecieron a una ardiente pléyade juvenil enamorada de la poesía, y también de su propia juventud, del amor y de la muerte. Los modernistas hispanoamericanos a finales del siglo pasado comenzaron a imitar a modo de aprendizaje a los simbolistas franceses para luego descubrir sus propios recursos y poder así transformar la poesía en lengua castellana. Entre nosotros, la influencia de Darío, Borges, Neruda, Lezama Lima, Vallejo, Rulfo y Onetti, para mencionar sólo unos cuantos nombres de nuestro pasado inmediato, ha producido una vasta legión de imitadores, en su mayoría seguramente malos; lo que en verdad importa es que su obra marca niveles de calidad que es ya imposible ignorar. Resultaría aberrante después de leer a Rubén Darío aceptar que el español Núñez de Arce es un gran poeta. ¿Y podría acaso alguien pensar que las novelas de José Rubén Romero tiene alguna importancia después de haber leído el Pedro Páramo de Rulfo? Se puede --y aun se debe-- escribir de manera distinta y aun antagónica a la de los maestros. Pero la mera existencia de un gran creador borra a muchos de sus contemporáneos y a cadenas de predecesores cuya medianía sólo se advierte ante la aparición de una figura mayor.

La mentalidad totalitaria difícilmente acepta lo diverso; es por esencia monológica, admite una sola voz, la que emite el amo y servilmente repiten sus vasallos. Hasta hace poco, esa mentalidad exaltaba los valores nacionales como una forma de culto supremo. El culto a la Nación producía una parálisis de ideas y, cuando se propasaba, un entristecimiento del lenguaje. Las cartas, mal que bien, estaban a la vista, y el juego era claro. Pero en los últimos tiempos el panorama ha sufrido extrañas modificaciones. Esa misma mentalidad pareció hastiarse de repente de exaltar lo nacional y sus signos más ramplones. Dice haberse modernizado, descubre el placer de ser cosmopolita, aunque no utiliza este adjetivo por parecerle obsoleto. Los términos actuales son: globalizador y globalización. En el fondo es la misma mentalidad, aunque el ropaje parezca diferente. Se estimula ahora el desdén por la tradición clásica y la formación humanista. Si esa corriente triunfa habremos entrado en el mundo de los robots.

Defiendo la libertad para encontrar estímulos en las culturas más varias. Pero estoy convencido de que esos acercamientos sólo son fecundos donde existe una cultura nacional forjada lentamente por un idioma y unos usos determinados. Donde no hay nada o hay poco el avasallamiento es inevitable y lo único que se crea es un desierto de conformidad. Quienes nunca han ocultado su desprecio a los riesgos que implica una cultura viva, su desconfianza a la imaginación y a los riesgos, es decir los actuales globalizadores o globalizados, pueden sentirse satisfechos, han logrado que la vulgaridad se vuelva regla. Soy optimista: estoy convencido de que ni siquiera la casi inexistencia de lectores podrá desterrar la poesía. Sin esa convicción me resultaría intolerable seguir viviendo.

* Palabras de agradecimiento leídas por el autor de El arte de la * fuga, el viernes 7, durante la ceremonia de entrega del Premio * Mazatlán de Literatura