A poco más de tres años del levantamiento armado en Chiapas, es conveniente hacer una evaluación que permita determinar los avances, identificar los obstáculos y allanar el camino hacia una paz digna.
Esta evaluación se hace más necesaria por el momento que atraviesa la negociación, y puede afirmarse que es uno de los momentos más delicados del proceso recorrido hasta ahora. Se está llegando a un punto crítico más por falta de opciones para romper el estancamiento que por el choque de posiciones encontradas.
Adicionalmente, el lapso transcurrido desde que se inició el diálogo repercute en el desgaste natural de las partes y ha afectado a las propias figuras de intermediación y coadyuvancia. Esto se ha traducido en un empantanamiento de las iniciativas y los esfuerzos.
En efecto, el año pasado fue mayor el tiempo en el que la negociación estuvo detenida o avanzando muy lentamente, que desarrollándose por caminos adecuados. Las declaraciones altisonantes, las sospechas, las provocaciones y las amenazas prevalecieron por sobre las buenas noticias que en realidad fueron, aunque relevantes, escasas.
Adicionalmente, no debemos soslayar el mencionar a los buenos oficiantes de la guerra que han jugado, perversamente y para servir a sus propios fines, a magnificar los errores y la lentitud del diálogo y han minimizado los aspectos positivos.
Así, los que no quisieron el diálogo ahora dicen que está liquidado, los que vaticinaron que la Cocopa no podría cumplir su tarea ahora la declaran muerta, los partidarios del uso de la fuerza ahora oyen en su cabeza los tambores de guerra y presionan al gobierno federal y al EZLN. Entonces, ¿por qué extrañarse de que estos agoreros profesionales que nunca quisieron ni el diálogo ni la paz, ahora presagien la guerra?
Hermanos gemelos del desastre, los extremismos de ambos lados presionan al EZLN o al gobierno federal. Paradójicamente sus argumentos son idénticos: no hay que creer en el otro, en el que está sentado del otro lado de la mesa de concertación.
Estudian cuidadosamente los errores del otro y saltan y exhiben sus inconsecuencias y yerros buscando pírricas victorias morales, pero ninguna solución práctica y, desde luego, no la paz con dignidad. Se olvidan de algo elemental: quien no contribuye a la solución pasa a ser parte del problema. Y algo que no necesitamos ahora son más obstáculos.
Desde el punto de vista de la lucha política, probablemente es válido debatir la reforma constitucional para los pueblos indígenas. Sin embargo, desde la perspectiva de la paz es igualmente relevante buscar vías para continuar de inmediato el diálogo.
El proceso de negociación no debe ser coto cerrado ni estar ajeno a la necesaria observación y análisis de la opinión pública. Las partes y las instancias de mediación hemos fallado al no proporcionar a la sociedad información suficiente y confiable del estado que el mismo guarda, de las diferencias que se han enfrentado, del resultado del método seguido y, sobre todo, de los avances y de las opciones para superar desacuerdos.
Esto ha propiciado que los problemas y aciertos sólo han sido conocidos por pequeños grupos con acceso privilegiado a la información. Mientras, algunos comunicadores, analistas y mercenarios de la pluma alientan la desinformación con declaraciones que poco tienen que ver con lo que se discute.
El resto de las fuerzas políticas y la sociedad, afectados por el desgaste y la desinformación, se alejan del seguimiento del proceso de pacificación, es decir, toman distancia de la posibilidad de conocerlo en toda su dimensión y, por lo tanto, de apoyarlo.
¿Es esto lo que han buscado las partes o solamente ha sido un resultado indeseable e imprevisto?
Al desconocimiento generalizado se ha sumado una real y palpable campaña que, por omisión, irresponsabilidad o encargo, trata de convencernos de la inviabilidad de las propuestas y, por ende, del diálogo mismo.
Los promotores de esa campaña desconocen que la política, la política que ve al futuro, nunca acepta una negativa como vía. Para la política que los mexicanos deseamos, un camino cerrado debe conducirnos a buscar otro camino, no a regodearnos y desgastarnos en acusaciones interminables, en las que nadie acaba de tener la razón completa.