Abdalá Bucaram obtuvo una gran mayoría de votos en Ecuador porque sumó a su electorado en Guayaquil y en la Costa los sufragios de buena parte de los trabajadores y de la clase media que decidieron votar, no por el candidato populista sino por el ``menos peor'', pues recordaban el gobierno liberticida y corrupto de la derecha. En su campaña electoral, en efecto, había hecho importantes concesiones a los indígenas y a los sindicatos y había tratado de presentar una imagen de cambio, progresista. Pero fueron precisamente los sectores sociales más pobres que le habían dado el triunfo que los financieros y comerciantes de su zona natal no habían podido garantizarle anteriormente quienes lo derrocaron con una huelga general y un bloqueo indígena a los centros urbanos. El hecho de que quienes lo han defenestrado no pudiesen imponer su alternativa (en el Parlamento y en Quito la derecha tradicional se montó sobre esa lucha masiva y ocupó el vacío de poder) no reduce en nada la importancia de este resultado.
Bucaram, en efecto, es el primer presidente que cae a causa de los efectos sociales nefastos de la aplicación extrema de la ideología y de las medidas del neoliberalismo. Ya Fernando Collor de Mello había sido expulsado del poder en el Brasil por el repudio generalizado a la corrupción (también allí en una rara alianza entre la derecha, que lo había encumbrado y lo abandonó, y la protesta popular), pero nunca una huelga general y una movilización indígena habían cambiado los planes gubernamentales y el personal gobernante.
Es cierto que Bucaram intentó una política de choque, aplicando de golpe y sin prever las reacciones, toda una serie de medidas que provocaron un terrible empobrecimiento de la clase media y de los trabajadores urbanos y rurales; es verdad igualmente que desprestigió la Presidencia ante el ejército y ante la opinión pública con el nepotismo y con una serie de escándalos que demostraban, sobre todo, su desprecio por la capacidad de juicio y de reacción de sus conciudadanos y su sensación de omnipotencia que derivaba del error inicial sobre el origen de su mayoría electoral. Pero las divisiones en las clases dominantes, entre los terratenientes serranos y los financieros exportadores-importadores de Guayaquil, y los errores del presidente fueron simplemente las condiciones que permitieron la crisis política, pero no las que la determinaron. El debilitamiento del Poder Ejecutivo y el peso en el Legislativo de la derecha tradicional quitaron en efecto unidad y fuerza al Estado, pero quien más destruyó el peso y la influencia de éste y su débil base de consenso fue el neoliberalismo impuesto desde el extranjero y aplicado a rajatabla según el modelo del FMI en su brutal versión menemista por el trágico dúo Bucaram-Domingo Cavallo. Ante un Estado central así corroído por arriba y ante el desarrollo, por abajo, de la autorganización indígena y popular, el ejército se paralizó, surgieron virulentas las viejas contradicciones entre las clases dominantes y a ellas se agregó, decisiva, la protesta popular. La política que busca sólo resultados macroeconómicos sin considerar sus costos sociales, en Corea del Sur o en Ecuador, lleva a estallidos populares y a la inestabilidad. Lo que le ha pasado a Bucaram no es un caso particular, una excepción, sino que podría generalizarse, sobre todo en la región andina, donde el Estado es débil, la organización indígena y de los trabajadores tiene tradiciones y a la pobreza de siempre no se le puede agregar impunemente más miseria. Existe la posibilidad de que la grieta abierta en Ecuador se amplíe si se insiste en aplicar el dogma ideológico neoliberal, de modo inflexible y creyendo que basta conseguir los votos en un día para gobernar durante años.