Angeles González Gamio
Placeres epicúreos

El mexicano de todos los tiempos ha sido siempre amante del buen comer. Son impresionantes las reseñas que hacen los cronistas conquistadores de los banquetes del emperador Moctezuma y de los productos que se vendían en los mercados. Baste recordar el comentario de Hernán Cortés al final del informe que hace al Rey, sobre el mercado de Tlatelolco: ``en dicho mercado se venden todas cuantas cosas se hallan en la tierra, que además de las que he dicho, son tantas y de tantas calidades, que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria y aún por no saber poner los nombres, no las expreso''.

De las opíparas comidas que hacía diariamente el emperador, nos dice Bernal Díaz del Castillo: ``...y de aquello que el gran Montezuma había de comer, guizaban más de trescientos platillos... cotidianamente le guizaban gallinas, gallos de papada (guajolotes), faisanes, perdices, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña, palomas, liebres y conejos y muchas maneras de aves y cosas que se crían en estas tierras, que son tantas, que no las acabaré de nombrar tan presto''.

El ritual de la comida le merece a Bernal otra prolija reseña, en la que destaca la limpieza en todos los utensilios y manteles, así como en las doncellas que le servían y cómo Moctezuma se lavaba manos y boca antes y después de tomar los alimentos, que terminaban con un tazón de espumoso cacao y sabrosas fumadas de ``tres canutos muy pintados y dorados y dentro tenían liquidámbar revuelto con unas yerbas que se dice tabaco''.

Los ingredientes y modos de cocinar de los refinados pobladores de lo que sería la Nueva España, se vieron confrontados con los de los nuevos habitantes, iniciándose un proceso de conocimiento y asimilación. Hace incursión el cerdo y su manteca, que inicia en América la fritura de los alimentos, antes sanamente cocidos o asados. Las reses, el pan de trigo, el arroz, leche, quesos, aceite, ajos, vino, vinagre y azúcar vienen a unirse con el tomate, chile, frijol, aguacate, pavos, vainilla, cacao, quelites y un universo de frutas, aves y verduras. Ese encuentro --como bien lo bautizó Miguel León Portilla-- dio como resultado el nacimiento de la cocina mexicana, en realidad fruto de muchos encuentros, pues buena parte de los ingredientes que la han conformado vinieron del Oriente.

Uno de los lugares en que se forjó esa nueva gastronomía fueron los conventos, en donde monjas españolas y criollas, ayudadas y seguramente con frecuencia aconsejadas por sus sirvientas y esclavas indias y negras, así como las de ojitos rasgados que han de haber venido en la Nao de China, iban mezclando ingredientes, sabores, olores, texturas, creando esa obra de arte fascinante que es la comida de este país, considerada entre las tres mejores del mundo, junto con la china y la francesa. Las casas de prosapia y las haciendas no se quedaban atrás, con magníficas cocineras, y ocasionalmente con alguna señora aficionada que gustaba de experimentar para impresionar a las amistades.

Los conventos prácticamente desaparecieron en el siglo pasado, como consecuencia de las Leyes de Reforma, por lo que la creación culinaria quedó en las casas, los cafés, fondas y después en los restaurantes que surgieron con ese nombre a fines del XIX, aunque la mayoría prefería la comida francesa, que era la que se consideraba elegante. En las últimas décadas se ha despertado en todo el mundo el interés por la cocina mexicana; en Nueva York uno de los restaurantes más afamados es el Rosa Mexicano, que sirve auténticas viandas de nuestro país. Este fenómeno se observa en las principales capitales del mundo, para no hablar del consumo del tequila y la cerveza, especialmente la Corona, que gozan de enorme popularidad.

En México, las principales universidades han establecido la carrera de gastronomía, siendo una de las mejores la que coordina José Luis Curiel en el Claustro de Sor Juana, sitio que cuenta con la inspiración natural que emiten las piedras de ese antiguo convento, en donde las monjas jerónimas cocinaban suculencias, que la genial sor Juana Inés de la Cruz se encargó de recoger en maravilloso recetario recientemente encontrado, que está proporcionando experiencias extraordinarias a los que las cocinan y a los afortunados que las degustan.

Otra manifestación del creciente interés por nuestra comida es el éxito de esa deliciosa crónica, Itacate, que escriben Cristina Barros y Marcos Buenrostro, en la cual nos pasean por el país a través de sus fogones, con el único problema de que al leerlos se desata un apetito feroz. La editorial Grijalbo tuvo la inteligencia de editar un libro con todos los itacates que se han publicado en La Jornada en los últimos años; seguro va a ser un éxito de librería.

Para saciar el hambre que suscita el tema, es recomendable la tradicional cantina El Gallo de Oro, en Bolívar y Venustiano Carranza, que siempre tiene gusanos de maguey, que no se pelean con una chistorra; es un lugar en donde el menú combina especialidades de la cocina mexicana y la española, con resultados satisfactorios.