MIRADAS Ť Consuelo Cuevas Cardona
Divergencias

I. Juana abrió la carta de su hijo con ansiedad. Hacía algunas semanas que se había ido a Estados Unidos a buscar trabajo y hasta entonces no tenía noticias de él. Rápidamente rasgó el sobre y empezó a leer con dificultad. En la carta, Isidoro le hablaba de todos los problemas enfrentados para atravesar la frontera. Una historia conocida: malos tratos, incomodidades, humillaciones. Sin embargo, ya había logrado su objetivo. Ahora se encontraba haciendo un trabajo de carpintería de unas casas de California y estaba ganando bien. Adjunto a la carta mandaba un giro. Tal como habían quedado, él ayudaría con la siembra de aquel año. El mes siguiente, si Dios quería'', le mandaría más.

Juana guardó la carta en la bolsa del mandil para enseñársela a su esposo en cuanto llegara. Contenta, pensó que jamás saldría del asombro de tener hijos tan buenos. Todos se habían ido al otro lado y todos mandaban dinero ya para la siembra, ya para la fiesta del santo patrono, ya para colaborar con la pavimentación de la calle principal. El pueblo estaba mucho mejor desde que llegaron los dólares ganados tanto por ellos como por los otros muchachos que también se fueron, dijeran lo que dijeran las lenguas viperinas.

Alguna vez le habían preguntado que por qué no impedía la salida de sus hijos; que eran malos mexicanos los que se iban a trabajar a otros países; que si no le daba miedo que por allá los fueran a matar. Ella sólo escuchaba y callaba. ¿Qué sabía esa gente del hambre que había existido en el pueblo años atrás, cuando los jóvenes todavía no emigraban y las cosechas de temporal no daban ni para comer?

II. Marcela leyó el mensaje que su hijo Rodrigo le mandó por el correo electrónico y no pudo evitar sentir que el corazón se le salía del pecho. Volvió a leerlo, porque no podía creer lo que decía, y después guardó silencio durante unos momentos tratando de poner orden a sus ideas. Cinco años atrás su hijo había obtenido una beca para estudiar el doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

Ahora le comunicaba que se quedaría a vivir en Estados Unidos. Le decía que en el ITM estaba participando en una investigación de punta y que en México nunca encontraría las condiciones adecuadas para continuar con su carrera científica.

Más que tristeza, Marcela sintió rabia. Si bien ella estaba lejos de ser una académica, tampoco era tonta. Motivada justamente por los intereses de Rodrigo y para entenderlo más, en los últimos años había asistido a pláticas y conferencias de científicos que hablaban de su trabajo en México. ¿Qué tan innovador era lo que él quería hacer?, ¿acaso no podía regresar a su país a luchar? Furiosa, salió al patio y se puso a barrerlo y a lavarlo hasta sentirse agotada. Después de sacar el coraje, trató de ser imparcial. Pensó que, después de todo, la ciencia no tiene fronteras y que los científicos deben trabajar en donde se les ofrezcan las mejores condiciones. Sin embargo, por más que trató, no pudo evitar que se apoderara de ella un sentimiento de vergüenza. Juana, la señora que le ayudaba con el planchado de la ropa, le había platicado del dinero que sus hijos mandaban para mejorar el pueblo. ¿A cuánto ascendería lo que Rodrigo había sacado al mismo tiempo para hacer su doctorado?