Héctor Aguilar Camín
Un círculo virtuoso
Creo que mentirá quien diga que no lo sorprendió la decisión priísta de someter a una elección interna la nominación de su candidato al gobierno de la Ciudad de México. Primera sorpresa. La segunda: el Partido de la Revolución Democrática decidió lo mismo y enfrentará en una contienda por la candidatura a sus dos figuras mayores.
No sé si esas elecciones intrapartidarias serán benéficas para los partidos que las realizan, o si traerán a sus filas más discordias que fortalezas. Tanto el PRI como el PRD carecen de tradición en ese tipo de ejercicios. El PRI ha sido hasta hoy la encarnación de la cultura política contraria, la cultura de la nominación vertical, decidida en la cúpula y celebrada por las bases en convenciones rituales. El reciente destape de la candidata del PRD a la gubernatura de Campeche, recordó a muchos que la corriente dominante del perredismo tiene un linaje priísta. A fuerza de no ejercerlas, ambos partidos carecen de reglas probadas para cumplir con elecciones internas. Cada vez que han ido a celebrar ese tipo de contienda el resultado neto no ha sido unidad sino divisionismo.
La novedad mayor en el proceso, en todo caso, corresponde a la decisión del PRI. Sus conocidos hábitos en la materia suscitan la desconfianza de los observadores que tienden a pensar en el asunto como una farsa; una competencia maquillada para guardar las formas ante la opinión pública. Las condiciones acordadas para la competencia, en particular el carácter secreto del voto que habrán de depositar en urnas transparentes los miembros del consejo político priísta del Distrito Federal, hacen difícil la manipulación e imposible la coerción. Las propias personalidades de los candidatos, con historia, clientelas y prestigio que cuidar dentro del PRI, hacen poco viable el arreglo previo. No obstante, se dice, los precandidatos pueden llegar a esta competencia con un acuerdo entre ellos de quién será el ganador, escogido como siempre más arriba, de modo que los perdedores canalizarán sus clientelas hacia el nombrado, a cambio de lo cual obtendrán en el futuro las premiaciones del caso. Puede ser, pero en la maniobra tendrían que estar incluidos y de acuerdo, también, sus electores, que recibirían ahora la línea sobre quién es el bueno a través de los propios precandidatos. Parece imposible que un acuerdo así pueda mantenerse en secreto ante el escrutinio de la prensa y el malestar que provocaría entre los mismos priístas. Aun aceptando la posibilidad de esta maquinación para salvar cara, lo menos que puede decirse es que resulta barroca y mucho más riesgosa, frente a la opinión pública que se quiere manipular, que la opción tradicional de sacar un ``candidato de unidad''.
Tengo la impresión de que estamos frente a algo más simple y más serio. Creo que tanto el PRI como el PRD se toparon con la necesidad y la conveniencia de legitimar democráticamente a sus candidatos desde antes de llegar a la elección. Han juzgado, correctamente, que dejarle al PAN la ventaja de llegar a la campaña y sus debates con un candidato electo democráticamente desde su arranque, será conceder demasiado en una elección donde, de por sí, el PAN lleva ventaja en las encuestas y en donde la expectativa ciudadana es más exigente y crítica que en ninguna otra parte del país.
Los habitantes de la Ciudad de México, la población más politizada y participativa de la república, elegirán por primera vez en setenta años a sus gobernantes. Sabrán poner en la balanza todos los detalles y evaluarán con rigor sus opciones. En una elección cerrada, como previsiblemente será la del gobierno capitalino, las pequeñas ventajas de arranque, podrían volverse desventajas irremontables en la recta final. No dejarle al PAN la exclusividad de elecciones internas transparentes es una primera decisión de campaña para el PRD y el PRI. No sé, repito, si esa decisión les traerá al final más pleitos que ganancias a los partidos. Pero parece una concesión inevitable, y una ganancia neta, para las expectativas ciudadanas de que los partidos políticos y sus candidatos lo sean de verdad, abriendo a la inspección pública no sólo sus programas y propuestas, sino también sus procesos internos.
La decisión de celebrar elecciones internas tanto en el PRI como en el PRD, forma parte del círculo virtuoso en que parece haber entrado la competencia electoral. Es un círculo ya abundante de novedades políticas que tienden a volverse rutinas democráticas en el México pluripartidista de fin de siglo. Hoy son rutinas entre nosotros cosas que hace diez años eran imposibles o impensables: elecciones concurridas y transparentes, partidos de oposición capaces de volverse gobiernos, posibilidad real de alternancia, instituciones electorales no controladas por el gobierno ni por los partidos. Ahora hay que añadir: elecciones internas en todos los partidos.
Es inevitable que los malolientes restos políticos y judiciales del esqueleto sembrado en El Encanto roben la atención del público y nos inclinen a la lamentación reiterativa de nuestros desbarajustes. Novedades como la decisión de tener elecciones internas del PRI y el PRD nos recuerdan que los actores políticos del país son capaces también de sembrar rutinas creadoras, rutinas de construcción institucional, distintas y distantes de la nota roja y el escándalo, distintas y distantes también de la machacona, depresiva y un tanto retórica convulsión de tantos pechos patrióticos ante los horrores sin cuento que manan de la patria.