Honda, sinuosa, fue la caída del capote de José María Manzanares en la media que llenó de señorío los aires de la Plaza México. Los pliegues filtrándose taimadamente caían y caían sobre el dobladillo del mismo en hilos lustrosos. Después, el azar trenzaba esas hebras que iban fundiéndose en una sola, y el percal alentado por la muñeca dominadora del alicantino embarcaba al toro y lo llevaba toreado jugando las dos manos con brío y majestad y ascendía al rango de llama en la auténtica media verónica.
Ante la embestida del toro de la despedida, el capote mediterráneo de Manzanares cedía y de este modo nacía la belleza del toreo en la plaza. La arrogancia coincidía con la mansedumbre y el contorno se estremecía. La capa, juego de olas mediterráneas corría suave y remataba en la orilla tembloroso y por los aires se esparcía el ronco agitar de su caída en ese remate con la media de antología.
Luego la muleta, rodaba y rodaba, en interminable cabalgata de espuma sobre las olas. Monstruosa serpiente de nácar en el trincherazo superior en que se deslizaba el toro en profundo cauce y del que surgía extraño diálogo entre el toro y el torero. Cuando ya la faena adquiría la suavidad suprema del terciopelo, la difícil naturalidad torera que sólo los elegidos consiguen y le daba profundidad a su quehacer en lo más torero de la temporada.
El toreo de Manzanares fue borboteo manso aprovechando la bobalicona embestida del novillo que le tocó en suerte. Al igual que el resto de la corrida desigual, fea, descastada, masacrada por los picadores e indigna del coso y de la ganadería de Vicky de la Mora. El cascabeleo de la muleta del diestro de Alicante sonaba a lo lejos y se recortaba en los remates, llevando al toro muy toreado. Penetrante armonía, gracias a la libre espontaneidad de su fantasía, que le permitió explayar su espíritu al ritmo de Las golondrinas, que le dieron el toque melancólico enlazado a la gracia de su marinera mediterránea.
Fue el toreo de Manzanares, cante y baile de veleros que se esparcían por la plaza. El rasgueo de su guitarra hablaba de un depresivo sentimiento profundo que resonaba en los aficionados. Las cuerdas de la misma temblaban como barquito entre las olas para darle sello a su torear. Un torear en el que caminaba y jugaba con el toro marcado por la personalidad del torero español.
En el aire apuñalado por la muleta, la cintura del torero se quebraba y surgía bajo el milagro de su encantamiento los pases de pecho interminables que tenían el sentido grande odiador de lo rutinario. El alicantino se embebía al toro desde la distancia adecuada, lo embarcaba y convertía sus redondos en arte sutil, sólo sugerido en los remates que hablaban de su maestría.
Se acabó el toreo por lo pronto, callaron los cabales, los gustadores de ese toreo mecido de soles y martinetes y una que otra seguidilla. Se fue triunfando Manzanares, uno de los últimos toreros de una cepa que se muere. Raro superviviente del toreo legítimo que paseó gallardo por los ruedos del mundo. Los gozadores de una media verónica alicantina, un trincherazo --no más-- nos vamos también, poco a poco, de las corridas de toros, para dar paso a la nueva afición que gusta del toreo boxístico. ¡Que el toreo llene los sueños del toreo.