Todo fluye junto en armonía en la bajada al torrente por las laderas, por cualquier lado que se les vea. De las alturas, el río es culebra de un gran espejo sensible a la luz y la fosforescencia.
Concuerdan los vientos del este y del oeste mientras bajan hacia el río la guitarra cuello-de-botella de Rinaldo, empuñada sin estuche por Rinaldo, y la viná de Batán, y el propio Batán con ella terciada a la espalda como estrepitosa canana.
Laderas opuestas.
Maestros del ruido en sus respectivas tribus, acordaron reunirse hoy en el vasto delta del río por donde camina una nación, sus creencias, bautizos, penitencias, símbolos y duelos. La nación de Ningunaparte.
Rinaldo pesca en el río donde Huck Finn perdió la virginidad y muchas otras cosas, y como de costumbre, trae el blues entre las manos.
Batán pesca en el río más antiguo, de ahí su calma. El es el río mundo, averno, purgatorio y vía al paraíso, nirvana llorón cuando pulsa en trance su mohan ciná y aprieta los labios.
Batán viene de un sólo río. Rinaldo viene de varios, a partir de tres manantiales en el Grande de los mexicanos, el Yukón cazafortunas y la heredad lodosa de las últimas venas del Mississipi. Incluso las últimas.
Los guijarros ruedan, tamborileantes, acompañando el lento descenso al atardecer de dos magos del silencio hacia el plateado curso, y aquí Batán, y allá Rinaldo, a sus pies, resbalando, cantando, saltando, ven algo muy parecido: un río sin nombre, lugar ni edad, que les resulta familiar.
Una lanzada de garzas le hace sombra al azul de atrás, y cada uno recuerda su visión.
La de Rinaldo fue una larga carretera asfaltada, recta en el horizonte, como el mar que vieron los antiguos; él a gran velocidad en un vehículo de carga que no identifica y de pronto, de un lado de la carretera un ala, una pechuga y un puñado de las plumas de un zopilote imprudente. Del otro, casi en la cuneta, la otra mitad del ave atropellada. Era un espejo sangriento y negro, pero espejo. Eso vio Rinaldo.
Batán iba en avión. A su lado pasaban inmensas montañas blancas, como edificios de una ciudad titánica que fueran los Himalayas de Nepal. Entonces vislumbró una hendedura en las nubes y en los rayos de luz que dispersaban; en la distancia del hoyo húmedo vio la imagen ascendente de un río en Ningunaparte donde se le reuniría un espejo al que, sin él saberlo, le estaba haciendo falta asomarse.
El encuentro de Batán y Rinaldo se da en el límite. Cruzan la frontera más allá de allá y por fin, ceremoniosos y un poco cansados del viaje (les gana la vanidad y disimulan su cansancio), se encuentran en la orilla, de acá para los dos.
Casi no necesitan ponerse de acuerdo para tocar. Traen, como sombras, a sus hijos mayores, quienes habrán de seguir a los agujeros en la percusión mientras sus tiránicos padres se pierden en los altos de un Delta Blues que alguien soñó en sánscrito hace 3 mil años, o un poco menos.
Isa Lei, propone Batán en las primeras palabras habladas que se pronuncian, y Rinaldo, aquiescente, entona en su guitarra las primeras notas de Isa Lei, en el dominio absoluto de los ``ragas y mangas guangas y ananga rangas'', como piensa de broma Rinaldo quien, en el fondo, es tan corriente como un trailero de Texas que se aferra a una lata de cerveza y al hombro de su compadre Bartolo. Pero se ha superado; viajó, navegó, conoció gente interesante y en vez de matarla, como acostumbran los mercenarios de su patria, aprendió de esa gente la aceptación de cualquier caja encordada que le recordara su guitarra primigenia en algún bayou de mierda.
Batán sostiene la perfección que se sabe tal, sin certidumbres ni Upanishads.
Como ramas de abedul desplomadas, con sus bromelias y nidos y hojas todavía frescas, caen al río de Ningunaparte los hombres de la guitarra. Nadie a la redonda para escucharlos, como no sean el río sin nombre y los bosques callados como los que acompañaron al ciego Guillermo, o unos muy parecidos, hace más de un siglo.
Sólo sus oídos ensimismados y los de sus primogénitos atestiguan las armonías crispadas de elegancia a través del espejo.
Jonás, el de Rinaldo, oculta en el morral una grabadora que registra la tocada ribereña de los liristas desaforados. Hace trampa, y gracias a ella (la trampa) sabemos de la ceremonia y algo de su esplendor audible, si bien nos perdemos el estremecimiento inocultable de las estrellas mientras Rinaldo y Batán (despojados de sus ríos y de su historia, sin más idioma que el que sus dedos arrancan a las cuerdas), van de un lado al otro del espejo con la naturalidad de las garzas y la armonía anís de los vientos chocadores que tejen la caja de tal devoción hedonista, atea, irresponsable, maravillosa y acústica. Un poco de fusión no es confusión.
Pero Batán y Rinaldo pueden ser insoportables, celosos y competitivos. Terminan en un despedirse como si no se hubieran saludado, como espectros desdeñosos que no se conocieran. Ríos que no han probado ni imaginan el mar, ríos tontos.