El Metro de NY de noche, espacio ocupado por el Tercer Mundo
Para Carmen y El Mago, recuerdos de unas vueltas por aquí
Jim Cason y David Brooks, corresponsales, Nueva York, 9 de febrero Ť El metro más antiguo del mundo ataca los cinco sentidos simultáneamente: huele (a veces apesta) su historia casi centenaria, genera una sinfonía escandalosa de ruido a veces inaguantable, es pegajoso y las manos buscan dónde no tocar, y deja la boca necesitando desesperadamente alivio para el aliento, y presenta un mosaico visual que compite con cualquier película ``de arte'' o cuadro abstracto.
Y el mundo entero se reúne aquí, representando a más países que los que se sientan en las lujosas salas de la ONU. Sus túneles son las venas de Nueva York, ciudad subterránea que de vez en cuando sale a la superficie.
Un aristócrata africano está sentado junto a un príncipe nahua, pero están disfrazados. Uno está vestido con traje formal gris y lee un periódico, el otro de mezclilla, con una cachucha que anuncia su origen -``México''-, en un invierno que se siente en las estaciones sin calefacción de este viejo sistema, sólo para enfrentarse a un calor absurdo que hace sudar dentro del tren de la línea número 2, el ``Broadway express''. El negro se bajará en la colonia Flatbush o Crown Heights, junto con varios jóvenes, casi todos con un walkman escuchando rap y, milagrosamente, conversando entre ellos al mismo tiempo.
El mexicano viene de trabajar de un restaurante o de una tienda de frutas y verduras (cuyos dueños ahora son casi exclusivamente coreanos, sustituyendo en este giro a sus antepasados este siglo, los italianos). Se bajará en la sección de Brooklyn entre las avenidas cuarta y sexta y las calles 40 y 60, donde hay misas con mariachi y se puede conseguir un buen pozole o una mojarrita, y tamales.
En la línea D (conocida como la de la ``sexta avenida''), el tren siempre se vacía al llegar a la estación de la ``Pequeña China''; descienden decenas de orientales para regresar a la comunidad china más grande del país, donde 80 por ciento son inmigrantes recientes que no hablan inglés.
Dos hombres con barba, un tipo de trencita de pelo junto a la oreja, vestidos de negro con camisa blanca y sombrero, leen la Biblia en hebreo. Son de la amplia comunidad hasídica de Brooklyn. Dos mujeres negras, bien vestidas, mueven los labios, están repitiendo su tarea diaria: leer el libro sagrado cristiano. Los herederos de la tradición judeo-cristiana no se hablan entre sí. Originalmente, ambos están en este país por motivos de la represión (aunque los primeros llegaron escapando de la suya, los segundos lo hicieron como esclavos, o sea por opresión aplicada y todavía luchan por liberarse de esa condición histórica).
Tres ejecutivos jóvenes suben en la estación de Wall Street, todos con el mismo disfraz, dependiendo de la temporada: gabardina y traje azul marino o gris, corbata amarilla, los mismos zapatos pesados y bien boleados, el mismo portafolios. Hablan animadamente de las transacciones del día. Sólo se encuentran en el metro entre las siete de la mañana y las ocho de la noche, al entrar y salir de la chamba. Casi todos se bajan en la calle 34, Penn Station, para correr a alcanzar los trenes que los llevarán a los suburbios y celebrar su escape de la ciudad que les da su vida, pero también miedo.
Con algunas excepciones, en las noches (el metro funciona las 24 horas) no hay blancos, y entonces el metro se convierte en territorio ocupado por el Tercer Mundo, lleno de caribeños, latinoamericanos, chinos y otros asiáticos, paquistaníes y afroamericanos.
Los que hace décadas ocupaban estos asientos trabajaban en los mismos ``talleres de sudor'' (maquiladoras), o en los empleos de salario mínimo o menos de los que todavía hoy se encuentran aquí abajo; algunos son sus hijos o nietos: los italianos, los rusos, los irlandeses, los alemanes, los polacos, los puertorriqueños, los negros que emigraron del sur del país.
Todos están aquí; algunos con nuevos representantes, otros nunca han salido de estos trenes que llevan a los que construyeron esta ciudad, a los que atienden a los enfermos en los hospitales, a los que hacen funcionar todas las oficinas y mantienen operando los grandes rascacielos construidos por sus antecesores; a los que ofrecieron su música, su poesía, sus costumbres y sus luchas para romper con el silencio opresor de los fundadores de esta ciudad, los protestantes holandeses de la Nueva Amsterdam, seguidos por los ingleses y los que fueron los independentistas de la colonia (George Washington tomó posesión como primer presidente de este país aquí, a unos pasos de la estación Wall Street del metro. Pero, claro, antes de que hubiera metro).
Sin metro, la ciudad no cuenta con trabajadores, la sangre de su existencia (y sin ellos, los tres ejecutivos bien vestidos que venían hoy en el tren no podrían llegar a sus edificios, subir a sus elevadores o comer al mediodía, mucho menos hacer sus inversiones en los ``mercados emergentes'', de donde son originarios tantos de los que los acompañan en el metro todos los días).
Aquí abajo también se revelan el sufrimiento y las penas de esta ciudad -no sólo al encontrarse a las decenas de gente sin techo que buscan dormir un ratito en algún lugar caliente, o para pedir limosna (``perdone la molestia, tengo sida'', ``disculpe la melestia, soy veterano de Vietnam y drogadicto'', ``perdone la molestia, soy madre y necesito darles de comer a mis tres niños'', ``disculpe, perdone...''-, sino en los anuncios comerciales que ofrecen asistencia para los habitantes subterráneos.
En el vagón, durante un viaje esta mañana, uno se enteraba de muchas cosas útiles: ``La piel saludable'', dice el letrero acompañado de una foto horrible de un dermatólogo -``el doctor Z''- que promete un cutis perfecto (aunque él no lo tiene). Otro anuncio de asistencia a víctimas, coauspiciado por el gobierno municipal y la empresa privada dice: ``imagínate que un monstruo de 90 kilos le está pegando a tu mamá... y es tu papá. La violencia doméstica; infórmese sobre sus opciones''.
Otro más es de un bufete de abogados que ofrece asistencia para asuntos migratorios: ``se habla español''. Y otro es de un número de teléfono ``Red de Vida'' para hablar con alguien si se está sufriendo de ansiedad, tendencias suicidas, abuso de droga o alcohol. ``Estamos en la línea cuando usted ha llegado al final de la suya''. Y a juzgar por el número de anuncios en el metro, esta población sufre más que nada por problemas o de los pies o de la espalda.
La ciudad más rica del mundo, que busca rascar el cielo con cada edificio y ofrece la bienvenida a los jodidos del planeta con su estatua de la Libertad (aunque todos saben que la invitación es más bien para los que llegan con lana), capital financiera, cultural y de la diplomacia mundial, muestra su dolor aquí abajo, pero también el secreto de su vitalidad y de su promesa. Más o menos se trata de Dante, o ¿no fue el mensaje que uno tiene que pasar por los niveles más bajos del infierno para alcanzar la gracia y la belleza.