Sexo y restos mecánicos. Piezas metálicas, removibles, ajustadas con tiras de cuero a una pierna lacerada por un accidente de auto. Heridas que no cicatrizan del todo y que invitan al coito impensable, al acto sexual que es pleito y comunión con la naturaleza. Crash (Extraños placeres), de David Cronenberg, lleva el acto fílmico al territorio apenas explorado de la subjetividad absoluta --como lo intentara Derek Jarman al proponer en Wittgenstein un recorrido por la geografía mental del filósofo austriaco. En Crash se trata de una incursión en el cerebro de James Ballard (James Spader), un cineasta que vive y documenta su propia compulsión sexual con la complicidad de su esposa, Catherine (Deborah Unger), hasta que un accidente en la autopista lo pone en contacto con una cofradía de maniáticos del destrozo y de las averías mecánicas y humanas.
El hobbie predilecto del grupo: escenificar en un snuff theater clandestino los más célebres accidentes de auto: James Dean y su Porsche destrozado, Jayne Mansfield decapitada; y asociar la colisión con el orgasmo. El accidente como un acto de liberación de la energía sexual, como una insólita transmisión de la libido del muerto al sobreviviente. Las vivencias y apetitos de Ballard y su esposa se exacerbarán todavía más con esta inesperada complicación de goces eróticos.
El inglés J.G. Ballard escribió Crash en los años setenta, una era liberacionista que autorizaba metáforas extremas en materia de sexualidad y las más variadas expresiones vanguardistas. Cronenberg proponía entonces sus cintas más delirantes, con parásitos invasores homicidas y proféticos cataclismos virales. Era la época de lectura entusiasta de William Burroughs y su Almuerzo desnudo, y también la de Naranja mecánica, Rollerball y Garganta profunda. Si en ese tiempo la literatura fantástica, futurista, de J.G. Ballard era radical y subversiva, dos décadas más tarde, en pleno auge de conservadurismo y abstinencia sexual, lo sería todavía más. Crash, el libro, es hoy prácticamente desconocido; Crash, la película, es prohibida en Inglaterra y Argentina, y se le esfuma temporalmente en Estados Unidos.
El tema que aborda Crash no es del todo novedoso: prolonga viejas obsesiones de Cronenberg y remueve temores colectivos en torno de la sexualidad y la deshumanización de la vida cotidiana. Lo perturbador es la manera en que anticipa, con toda naturalidad, una sexualidad serial, una promiscuidad estilizada, el abandono de jerarquías y roles genéricos, y la aceptación del peligro como una variante de la excitación sexual. En el mundo de Crash no existen los preservativos, tampoco los cinturones de seguridad. La metáfora es evidente: se goza más la colisión automovilística al prescindir del cinturón, como se goza más el encuentro sexual al dispensarse del uso del condón. En este sentido, Crash es todo lo políticamente incorrecta imaginable. Una cinta irresponsable, según sus críticos más intransigentes; una expresión artística válida, según sus defensores. Es posible pensar que Cronenberg sitúa Crash en un futuro en el que ya no existe el sida, o en el tiempo de la novela, los años setenta, cuando aún no se concibe su existencia. De ubicarla en el presente, el riesgo asumido de infección sería sólo una expresión más de esas pulsiones suicidas que en el desenlace del filme encuentran su expresión más elocuente.
En Crash hay ausencia de una narración fílmica tradicional (la anécdota es mínima), un tono en apariencia frío con el que se describen comportamientos compulsivos, un tratamiento novedoso de la acción violenta, aquí pausada, envolvente, alejada de la técnica de moda, el video-clip, y de la edición frenética, un rechazo de la cámara lenta en la filmación de las colisiones, y una expresión sexual que privilegia las formas del placer anal y de la provocación verbal. En Crash se derrumban los últimos tabúes de la sociedad contemporánea. El símbolo clásico de la modernidad --el automóvil-- se vuelve estimulante erótico y la idea de sodomizar al garañón Vaughan excita sexualmente a Ballard, héroe de la cinta.
Una escena magistral: el encuentro sexual de Helen Remington (Holly Hunter) y el desquiciante Vaughan (Elias Koteas) en el interior de un Lincoln 63 negro (modelo en el que fue asesinado Kennedy), bajo la lluvia jabonosa y los azotes de brochas y cepillos de un lavado automático de carros.
Otra: el recorrido nocturno de Vaughan, cámara en mano, por la carretera donde ha ocurrido un accidente múltiple. La música de Howard Shore es un soberbio acompañamiento de las imágenes de Cronenberg, mismas en las que dominan tonos azulosos y metálicos, sugestivos desde los créditos de la película que desfilan hacia el público como señales luminosas en una carretera.
En la novela la acción transcurre en Londres, en las inmediaciones de Heathrow; en la película, en Toronto, símbolo de una urbe limpia y despersonalizada. Las arterias, los freeways de circulación rápida e incesante que contempla Ballard en su convalecencia, son una metáfora más de la actividad interna del cuerpo humano --un organismo destinado, como los demás materiales, al desuso y la chatarra. Esta fábula del escepticismo radical se presenta, sin embargo, como una propuesta romántica para recibir el siglo próximo.
Rosanna Arquette, Deborah Unger y Holly Hunter ofrecen interpretaciones muy sólidas, pero el juego más sutil y complejo se da entre James Spader y Elias Koteas, figuras de transgresión máxima. Crash es posiblemente la mejor cinta de Cronenberg y, en opinión suya, la más personal. Es también, dicho sea de paso, la peor pesadilla de cualquier espíritu conservador incapaz de imaginar un orgasmo fuera de las normas, o fuera de casa.