Pedro Miguel
Tiempos de carnaval

En este febrero pagano de carrozas alegóricas y tetas al aire, no pocas mascaradas encontrarán inspiración en los episodios fatuos de la vida política latinoamericana. Así retribuyen las altas esferas lo mucho que tomaron prestado de las carnestolendas y que ha traído nuevos aires a las instituciones.

En parlamentos, presidencias y procuradurías se vive un periodo intensamente literario --Fuentes dixit-- en el cual el subcontinente asiste al reencuentro de la política y la novela de folletón o el melodrama. Quienes las escuchamos no habríamos imaginado toda la profundidad de las palabras del malogrado Ignacio Cabrujas cuando, una semana antes de morirse, dijo en México que la telenovela es un género propio y exclusivo de América Latina, el único que somos capaces de producir y consumir masivamente en estas naciones y en el cual nos asomamos al espejo.

Nuestras clases políticas parecen haber hallado, por fin, el discreto encanto de la narrativa; con 97 años de retraso el estilo de su hablar está saliendo de los mármoles decimonónicos e ingresando al coloquialismo con más rapidez que la del tránsito de nuestras economías al mercado global; la truculencia se vuelve recurso de gobierno; se ejerce el mando a punta de revelaciones abracadabrantes, sabiamente administradas para conjugar la respiración en vilo del respetable con los latidos de la economía; las videntes y los consejeros espirituales pululan en las nuevas cortes; gracias a ellos, los funcionarios ya no buscan inscribir sus nombres y sus periodos en la Historia, sino en la Era de Acuario.

A diferencia de los antiguos tiranos de la primera mitad del siglo, que resultaban humorísticos y pintorescos sin proponérselo, nustros nuevos gobernantes tienen la conciencia posmoderna de su necesaria función histriónica porque gobernar es, entre otras cosas, entretener. Nunca como ahora había sido tan fácil para los medios el convertir las secuelas de los juicios políticos o judiciales en episodios que concentran una enorme tensión dramática (sobre todo al final) y obligan a no perderse el próximo capítulo.

Las tecnocracias gobernantes han abandonado su grisura tradicional para incursionar en el happening (véase la creatividad de Bucaram, que organizó el espectáculo de su propia caída para contrarrestar el aburrimiento de los ecuatorianos), el performance y (como en El Encanto) la instalación. Las hazañas administrativas no tienen porqué presentarse únicamente en filas y columnas de números insípidos.

Qué paradoja: mientras más se consolida y uniforma la ortodoxia neoliberal, mientras más se oficializa la nueva religión de Estado (la penitencia salarial, el libre albedrío de los precios, los pecados capitales del déficit fiscal, la inflación, el populismo y los subsidios, exceptuando aquéllos destinados a la especulación), mientras más cala la solemnidad inamovible del realismo financiero, mayor el desenfado y la originalidad con la que se exhibe la administración pública: es claro que el sentido del ridículo, la sensación de oso, el temor al pancho, son obstáculos que deben ser removidos en la perspectiva de dar rienda suelta a las potencias creadoras.

No está nada mal eso de soltarse el pelo con la misma determinación con la que se aprieta el gasto público. Gracias a ello, en esta temporada carnavalera las dependencias públicas de América Latina podrán participar en los desfiles con sus propias carrozas alegóricas (y es que el escarnio popular pierde su sentido cuando los gobernantes practican, en forma preventiva, el autoescarnio). Siempre y cuando, claro está, se concesione a la empresa privada la organización del evento, porque ya se sabe que el Estado no tiene capacidad para administrar y, para colmo, carece de sentido del humor.