Antonio García de León
El monopolio de la fuerza

Los grupos armados paramilitares que hoy operan en algunas regiones de Chiapas tienen sus lejanos antecedentes en las guardias blancas creadas allí desde los años 20 y 30, cuando el gobierno concedió permiso a los finqueros para defenderse, con armas reglamentarias, de las crecientes tomas de tierras llevadas a cabo por los agraristas (siempre y cuando se contara con más de 50 cabezas de ganado...). Por su ideología --al menos en Chiapas--, semejan a los Comités Anticomunistas creados por el PRI estatal hacia 1946, destinados a frenar los ``excesos radicales'' de los maestros rurales y líderes campesinos de aquellos años, que se hallaban todavía inmersos en la onda expansiva del agrarismo y de la reforma agraria cardenista.

Los actuales paramilitares --``Paz y Justicia'' y otros--, a pesar de tener similitudes ideológicas de derecha y ser prohijados también por los terratenientes y grupos locales de poder, se inscriben además en un plan premeditado del gobierno para arrastrar en su deslegitimación al Ejército Mexicano: minando sus bases institucionales, comprometiéndolo en vendettas privadas, ocupándolo en la represión directa contra el movimiento campesino y la población civil...

Además de sus relaciones con la policía del estado y con el grupo que hoy ha sido impuesto desde el centro para gobernar Chiapas --violando una vez más la soberanía estatal--, estas bandas armadas tienen también vinculaciones con los militares de bajo rango que operan en la región, oficiales que los entrenan y que han extendido la práctica a otras regiones ``indígenas y rebeldes'' del país.

En Oaxaca es pública su relación con asesores norteamericanos en las sesiones de tortura, y en Guerrero combaten ya contra los movimientos sociales (su existencia ``autónoma'' ha sido reconocida por el gobernador Aguirre). Dotados de una beligerancia contra los movimientos indios y campesinos, estas bandas armadas están sólo tenuemente sujetas a la disciplina militar, por lo cual es previsible que en un futuro próximo desborden los propósitos de quienes desde el gobierno los respaldan. Por lo pronto su sola existencia contribuye a la legitimación de la violencia, a que ésta sea tolerada en tanto que se halla institucionalmente ligada a varios órganos de gobierno estatales y federales. Y de continuar esta tendencia, aunada al autoritarismo conservador del régimen, se identificará cada vez más, desde el Estado, toda reivindicación social como una ``lucha subversiva'', como una lucha aliada o formando parte de la resistencia guerrillera.

La actual persecución contra dirigentes civiles del FAC-MLN, o de la Organización Campesina de la Sierra del Sur, sigue los rígidos patrones de la respuesta que dio Díaz Ordaz al movimiento estudiantil: en lugar de castigar a los asesinos de Tlatelolco, el gobierno encerró a los dirigentes del movimiento, acusándolos, entre otros delitos, de las masacres perpetradas contra ellos. Hoy, los dirigentes sociales y campesinos de Guerrero son ``terroristas'' según esta lógica, mientras que los autores de la matanza de 17 campesinos en el Vado de Aguas Blancas --Rubén Figueroa y sus sicarios--, gozan de la impunidad que ofrece el sistema a sus miembros más representativos.

La pérdida del monopolio estatal de la fuerza en las zonas rurales no es, contra lo que pudiera creerse, una demostración de fuerza, sino el más claro signo de la debilidad de un antiguo régimen que agoniza enmedio de la putrefacción, entre el escándalo y la desvergüenza. La presencia de estos grupos es el más claro indicio de la incapacidad del Estado para cumplir con sus funciones más esenciales y es un factor que contribuye fuertemente a reforzar su debilidad: demuestra la inexistencia de un Estado de derecho en México. La actuación pública de los profanadores de tumbas que ocupan los principales cargos judiciales (o las ilegales ``fiscalías especiales'') --y colocados allí por el titular del Ejecutivo--, demuestra a todas luces la ilegitimidad del funesto aparato de justicia. Los métodos de ``investigación'', basados en la tortura, la invocación a las fuerzas del ``Más Allá'', la fabricación de delitos y la violación sistemática de los derechos humanos --algo que coloca a México en la primera fila de los regímenes autoritarios y atrasados del planeta--, contribuye también a deslegitimar al anacrónico régimen imperante.

Su existencia, paradójicamente, se convierte en una limitación a la autonomía del propio Estado, y en una espada de Damocles lista a caer sobre el mismo gobierno cuando sus políticas aparezcan como inaceptables para ellos. Criando cuervos y entrenando sicarios, el gobierno corre el peligro de quedarse sin ojos, erosiona a mayor rapidez su ya escasa autoridad moral y arrastra consigo la de un Ejército al cual se le pretende despojar de su carácter institucional para convertirlo en la fuerza de choque del grupo de interés que hoy ocupa varias de las principales posiciones dentro del gobierno.

Es en ese contexto en el que hay que entender la falta de compromiso gubernamental en San Andrés --su incapacidad congénita--, así como la parálisis de la Cocopa, pues el fiel de la balanza se inclina cada vez más hacia la irracionalidad.

A diferencia de lo que creen algunos voceros del Ejército (como Javier Ibarrola, columna ``Fuerzas Armadas'' de El Financiero), los principales enemigos de la institución castrense no son las ONG ni las asociaciones de defensa de derechos humanos --ni mucho menos los grupos religiosos o la sociedad civil--, sino un régimen caduco que ha perdido la capacidad de resolver políticamente cualquier conflicto, y que arrastra al conjunto de la sociedad y sus instituciones a un desprestigio sin precedentes en la historia de México.