Cabe felicitarse por el buen desempeño logrado el año pasado por Petróleos Mexicanos, entidad paraestatal que en ese lapso obtuvo utilidades de 160 mil millones de pesos, 56 por ciento más que el año precedente, según lo informó antier su director general, Adrián Lajous. Toda buena noticia relacionada con Pemex es necesariamente una buena noticia para México, no sólo porque esa empresa propiedad de la nación resulta indispensable para las finanzas públicas y clave en cualquier perspectiva de recuperación económica, sino también porque es depositaria de hondas y entrañables significaciones de cara a nuestra historia, nuestro régimen legal y nuestra soberanía.
Por ello, no puede omitirse la preocupación por la poca atención presupuestaria que ha tenido la empresa desde 1982 a la fecha, un descuido que, significativamente, ha coincidido en el tiempo con la entronización de escuelas económicas que desdeñan y combaten toda participación estatal en la economía y preconizan la privatización generalizada de las propiedades nacionales, con la premisa de que el Estado es, por naturaleza, un administrador ineficiente --una premisa, dicho sea de paso, cuya contundencia desmienten los resultados obtenidos por Pemex el año pasado.
A lo largo de estos tres lustros han proliferado las denuncias, señalamientos e incluso opiniones expertas que establecen una relación causal entre la poca inversión que se destina al mantenimiento, la renovación y la expansión de la planta petrolera, por una parte, y los accidentes y desastres que, por desgracia, tampoco han escaseado en tal periodo.
Con esta inquietud en mente, resulta oportuno preguntarse si, en el marco de las reglas económicas imperantes, una empresa que entrega al fisco el 71 por ciento de sus utilidades --como es el caso de Pemex-- puede mantener al mismo tiempo la operatividad y la eficiencia necesarias, y si no sería más adecuado y pertinente ubicar a la paraestatal en el régimen administrativo, financiero y hacendario bajo el cual operan las industrias privadas: esto es, que pague las tasas impositivas normales, correspondientes a sus utilidades, y que el Estado, en tanto que depositario de la propiedad nacional de Pemex, perciba después la totalidad de las ganancias netas.
Una adecuación de esta naturaleza podría permitir una mayor autonomía de la paraestatal y, en ese marco, la capacidad de decisión para efectuar las reinversiones que requiere la planta petrolera.
Desde 1938 Pemex ha subsidiado los déficit públicos y, en general, al conjunto de la economía nacional --y es correcto que así sea-- pero, en los últimos 15 años, ha venido operando con menos recursos de los que necesita. Se corre, así, el riesgo de sacrificar la seguridad, el crecimiento y la viabilidad misma de la empresa.
Esta actitud oficial hacia nuestra entidad petrolera obliga a recordar el caso de Ferrocarriles Nacionales, una entidad del Estado que durante muchas décadas fue sobrexplotada, en beneficio de otras ramas de la economía --y de intereses político-sindicales clientelares, patrimonialistas y mafiosos--, hasta dejarla en la situación de bancarrota y de chatarra en que hoy se encuentra.
Si Pemex siguiera un camino semejante, ello significaría una tragedia nacional de inmensas consecuencias que pondría en un gravísimo estado de vulnerabilidad a la economía, a la soberanía y a la población misma del país. Por ello, es necesario que se destinen a la paraestatal los recursos presupuestarios que requiere, y que se avance en la eficiencia de su administración y en su saneamiento.