Esta ha sido una semana impactante. El tema político avanza arrollador, con intenciones de tapar todas las desnudeces de nuestra difícil vida diaria. Y se presentan esas situaciones, tan ajenas a la vieja práctica política, en que hay que decidir entre diferentes candidatos de un mismo partido.
¿Cuahtémoc o Porfirio? He ahí un dilema impactante que resolvería con medio voto para cada uno. Claro está que no me toca jugar en ese juego en que la democracia obliga a aprenderla y a saber tomar decisiones. Nada fácil.
Pero han pasado otras cosas. Unas públicas, intolerables. Otras privadas, que dejan una grata huella.
No hay derecho a que a un abogado de tan merecido prestigio como Juan Velázquez, se le haga esa faena de grabar en video un acto iluminado por el secreto profesional. No digo nada de la publicación oportuna de Reforma, que sigue teniendo éxitos notables. ¡Felicitaciones! Es su derecho publicar algo de tanta importancia. Pero eso de engañar, grabando, a quien entabla una conversación, como tantas sostenemos los abogados para buscar perfiles de un arreglo, es una auténtica canallada. Quien lo hizo y pasó la copia a los medios de comunicación merece todos los calificativos alvaradeños, reforzados con una injuria siciliana.
Afortunadamente no generarán para Juan más que una incomodidad terrible por saberse engañado. A cualquiera nos habría podido pasar o nos habrá pasado sin saberlo. El coraje es inaudito pero ahí muere. Sin embargo, quien engañó como el tramposo de Nixon en los tiempos de Watergate, merece ser expulsado de toda relación humana. Es indispensable, por cierto, que se determine que ese tipo de pruebas, logradas con sorpresa criminal, no tiene valor alguno.
A cambio de esa vergüenza nacional he vivido dos experiencias notables.
En noviembre escribí aquí en La Jornada, en ocasión del IX Encuentro Iberoamericano de Derecho del Trabajo que celebramos en Tlaxcala bajo el patrocinio generoso del gobernador José Antonio Alvarez Lima, que el anterior --organizado por la Universidad Autónoma de Zacatecas-- no había contado con el apoyo del gobernador Arturo Romo. Eso también lo dije allí, en la hermosa capital zacatecana en noviembre de 1995, en la inauguración del VIII Encuentro.
Y Arturo, ausente de la inauguración, contestó enseguida y no precisamente con elogios. La prensa local tuvo razones para divertirse.
Entre nosotros había, desde tiempo atrás, mucho afecto y poco trato. Y yo dí por muerta una amistad que me era grata, sin faltarme un cierto sentimiento de culpa. Pero hace unos días recibí una carta de Arturo Romo, cordial, afectuosa, en la que haciendo referencia a mi artículo en La Jornada, me acompañaba copia de la constancia de la aportación gubernamental a aquél evento. No es que fuera mucho, supongo. Pero lo valioso fue la actitud de Arturo, olvidando rencores y demostrando que es un hombre cabal. Lo busqué, hablé con él y le dije también por escrito que me emocionaba su actitud. He recuperado a un amigo.
Esta misma semana he vivido otra experiencia parecida, con sus pequeños perfiles de misterio. En la última Jornada laboral dije que no había derecho a que se hicieran críticas al proyecto de LFT que preparamos sustancialmente (pero no exclusivamente) Carlos de Buen y yo para el PAN, si no se había leído.
Mencioné como protagonista de esas hazañas, entre otros, a Max Ortega. Esperaba, como es natural, su reacción. Pero no esperaba su modo de reaccionar. Hoy recibí un sobre con un libro escrito por Max: Volver al sur. Sin carta adjunta ni dedicatoria alguna. Un breve y hermoso libro poético que habría querido saber escribir.
Tal vez la clave está en una línea, escueta, que cubre la desnudez de una página. ``Chiapas: El silencio es el corazón del sonido''.
Engaños. Maldades desde el centro de todo. Un desprecio intolerable a la profesión de abogado que tan cabalmente ejerce Juan Velázquez. Democracia que empieza. Y manos que ofrecen en un conflicto, con palabras o en silencio, amistad. ¿Tendremos derecho, acaso, a la esperanza?