Las negociaciones entre la dirigencia zapatista y el gobierno federal atraviesan por uno de sus momentos más críticos y, en correspondencia, todo el proceso de pacificación para Chiapas se encuentra en un difícil empantanamiento. Una expresión más de este fenómeno es la imposibilidad para funcionar que afronta la Comisión de Seguimiento y Verificación de los Acuerdos de San Andrés (Cosever) ante la ausencia de los representantes gubernamentales en ella.
En términos generales, los problemas de la pacificación pueden resumirse en dos aspectos: por una parte, persisten los desacuerdos sobre el documento en el que la Cocopa buscó traducir en reformas legales los Acuerdos de San Andrés, y sobre la contrapropuesta gubernamental a este respecto; por la otra, la atención nacional ha sido atraída, en los últimos meses de 1996 y en los primeros de este año por otros asuntos, entre los que destacan los desafortunados pleitos y espectáculos en torno a la procuración de justicia y la cercanía de las elecciones federales del próximo 6 de julio. Así, a las dificultades propias de las negociaciones se agrega un lógico desgaste de la sociedad.
Ello no es un dato menor: la sociedad civil, con sus movilizaciones y sus reclamos, fue la que detuvo el conflicto armado desde sus primeras semanas, hace ya más de tres años, y es la que, en cada ocasión crítica, ha salido a las calles para impedir el descarrilamiento de las gestiones pacificadoras.
Mientras tanto, las tensiones sociales y políticas siguen acumulándose en Chiapas y en los ámbitos más marginados y pobres del país, que siguen siendo, como en enero de 1994, indígenas y rurales. En este contexto, la vasta presencia militar en la entidad del sureste --y en diversas zonas guerrerenses, oaxaqueñas y huastecas, entre otras-- no ha impedido la violencia política, étnica y social: el norte de Chiapas, por mencionar sólo un caso, es escenario regular de acciones cruentas y peligrosas.
Se requiere, en estas circunstancias, de un esfuerzo político de ambas partes del conflicto chiapaneco, así como de las instancias de mediación y del conjunto de la sociedad mexicana, para elevar el perfil de las gestiones de paz y avanzar en la solución de los problemas de fondo que el alzamiento indígena de 1994 hizo evidentes e inaplazables.
No puede dejar de mencionarse el hecho de que para el conjunto de las fuerzas políticas nacionales, para los indígenas y para el propio gobierno, sería por demás deseable un escenario electoral con el conflicto chiapaneco resuelto o, cuando menos, con un proceso de paz más avanzado y aterrizado. Ello no sólo daría pie para el inicio de la integración del EZLN en la vida política formal de la nación, sino que clarificaría y distendería los panoramas electorales.
Finalmente, y en lo que se refiere a la Comisión de Seguimiento y Verificación, resulta poco afortunado entorpecer su funcionamiento, especialmente en momentos en que las otras instancias de mediación y gestión de la paz --la Conai y la Cocopa-- han visto severamente reducidos sus márgenes de acción por las posiciones encontradas de las partes.
Finalmente, las comisiones de seguimiento de los acuerdos desempeñaron una función crucial en los procesos de paz de Centroamérica. No hay razón para que en nuestro país, que tuvo en esos procesos un papel destacado, no se aquilatara esa experiencia histórica.