Ventanas Ť Eduardo Galeano
1935, Buenos Aires: Evita
Parece una flaquita del montón, paliducha, desteñida, ni fea ni linda, que usa ropa de segunda mano y repite sin chistar las rutinas de la pobreza. Como todas vive prendida a los novelones de la radio, los domingos va al cine y sueña con ser Norma Shearer, y todas las tardecitas, en la estación del pueblo, mira pasar el tren hacia Buenos Aires. Pero Eva Duarte está harta. Ha cumplido quince años y está harta: trepa al tren y se larga.
Esta chiquilina no tiene nada. No tiene padre ni dinero; no es dueña de ninguna cosa. Ni siquiera tiene una memoria que la ayude. Desde que nació en el pueblo de Los Toldos, hija de madre soltera, fue condenada a la humillación, y ahora es una nadie entre los miles de nadies que los trenes vuelcan cada día sobre Buenos Aires, multitud de provincianos de pelo chuzo y piel morena, obreros y sirvientas que entran en la boca de la ciudad y son por ella devorados: durante la semana Buenos Aires los mastica y los domingos escupe los pedazos.
A los pies de la gran mole arrogante, altas cumbres de cemento. Evita se paraliza. El pánico no la deja hacer otra cosa que estrujarse las manos, rojas de frío, y llorar. Después se traga las lágrimas, aprieta los dientes, agarra fuerte la valija de cartón y se hunde en la ciudad