A Cristina Pacheco
Para guardar los bergantines que había mandado construir en Tlaxcala con el fin de atacar a la ciudad de los aztecas --de donde meses antes salió huyendo con sus huestes tras la terrible derrota que pasó a la historia como la Noche Triste--, una vez lograda la conquista de Tenochtitlan, Hernán Cortés mandó construir una fortaleza que sirviera de resguardo de las naves, de cárcel, y depósito de municiones y armamento.
Primeramente la instaló en lo que ahora son las calles de Guatemala; se dice que después se ubicó en donde estuvo el convento de la Merced y por último en el sitio que después sería la sede del hospital de leprosos de San Lázaro. De ésta, conocida como las Atarazanas, se conserva un interesante plano que muestra su grandiosidad.
A los pocos años de fundada la ciudad española, los leprosos comenzaron a ser un problema, por lo que el conquistador solicitó autorización al rey para establecer un nosocomio en las afueras, como lo exigía la ley que emitió Felipe II con relación al cuidado de enfermos contagiosos. Este se construyó alrededor de 1523, por rumbos de la Tlaxpana. Hacia 1528, estando ya Cortés lejos de México, Nuño de Guzmán lo mandó destruir, aduciendo que la zona era insalubre y fincándose espléndida mansión con grandes jardines.
No obstante la indignación del obispo Zumárraga y de los franciscanos, que lo acusaron con el rey --quien le ordenó que lo devolviese al uso original--, como a la fecha suele suceder, pudieron más las influencias y Nuño se quedó con la casona y dejó a los leprosos literalmente en la calle. Cerca de 50 años deambularon por la capital de la Nueva España, hasta que el caritativo don Pedro López solicitó autorización al arzobispo Moya de Contreras y al virrey don Martín Enríquez, para fundar --de su peculio-- un hospital para los afectados del mal. Médico de profesión, dedicó su vida a cuidar de los más desamparados. Era conocido como padre de los pobres; tenía fama de haberse quitado, en más de una ocasión, sus ropas y su capa para cubrir a algún desgraciado.
El ayuntamiento, como era la costumbre de la época, donó el solar, precisamente en donde habían estado las Atarazanas. Así, en el año de 1572 los esfuerzos del bondadoso doctor se vieron cristalizados y un nuevo hospital abría sus puertas bajo la advocación de San Lázaro, mismo patrono del primer leprosario. El hecho de que fuese el único establecimiento en el país para ese tipo de enfermos, lo convirtió en hospital nacional.
El fundador creó un patronato, con el propósito de que sus herederos continuaran con el sostenimiento; a la muerte del insigne médico, el nosocomio contaba con cuatro grandes enfermerías, oficinas de servicio y administración, huerta e iglesia, además de un capital para mantenerse. A inicio del siglo XVIII, el leprosario comenzó a tener problemas económicos y administrativos, por lo que los descendientes de don Pedro renunciaron al Patronato, cediéndole sus derechos al bachiller don Buenaventura de Medina Picazo, el generoso ricachón que edificó la prodigiosa capilla de la Concepción que aún nos deleita en la iglesia de Regina.
Este se hizo cargo del hospital de San Lázaro, reconstruyendo las instalaciones y edificando un nuevo templo, que mandó decorar con bellos retablos y pinturas de Nicolás Rodríguez Juárez en el camerín de Nuestra Señora de la Bala, imagen muy venerada que dio lugar a una famosa cofradía. Su construcción duró siete años, inaugurándose el 8 de mayo de 1728.
Así dio inicio otra temporada de bonanza para el nosocomio que con tanto amor fundó don Pedro López. Desgraciadamente no hay dicha eterna, y medio siglo más tarde estaba nuevamente en problemas, entre otras causas por la relajada atención de los juaninos encargados del cuidado de los leprosos, que habían perdido la caridad y la mística que caracterizara a esa orden religiosa. Finalmente pasó a manos del Ayuntamiento, con lo que comenzó su decadencia final; fue clausurado en 1857 y los enfermos pasaron al hospital de San Pablo. El inmueble se vendió a particulares, quienes lo destruyeron, entre otras cosas para hacer la fábrica de conservas Clemente Jacques.
Como un verdadero milagro la iglesia se conservó. Aunque actualmente está en estado lamentable, continúa erguida, mostrando su añeja belleza. Se acaba de anunciar que pronto será restaurada para funcionar como centro de cultura, al servicio de la populosa comunidad que habita los alrededores. Hay que decir que este salvamento se debe en gran medida a la persistencia de la admirada Cristina Pacheco, quien desde que la descubrió no ha dejado de luchar por su rescate. Felicitaciones a ella y al regente Oscar Espinosa que supo escucharla.
Esto merece celebrarse con un suculento cordero, preparado en el horno especial que tiene el Mesón Navarro, ubicado en 16 de septiembre 57. El acompañamiento: un vino tinto de la región y de postre la típica panchineta que se toma con buen café, y el delicioso licor vasco patxaran.