Antonio Gershenson
¿Qué clase de desarrollo?

El pasado martes 11 se publicó en el Correo Ilustrado una carta comentando mi artículo La inversión en el Istmo, del 5 de enero pasado. Lo que entonces escribí iba en el sentido de que los movimientos que se dan en contra de determinados proyectos de inversión se explican en función de la forma como esos proyectos se desarrollan, sin considerar el impacto ambiental y social desfavorable en las localidades donde se ubican, además de actitudes autoritarias y otros elementos. El artículo también señalaba que, al limitarse el movimiento al rechazo de los proyectos de inversión --y citaba yo el ejemplo de Tepoztlán con el Club de Golf-- su triunfo debía limitarse a quedarse en la misma situación de miseria de antes.

La carta a la que me refiero, dice que ``a este respecto nos preguntamos cómo es que los megaproyectos podrán mitigar tal miseria, cuando la realidad ha sido muy diferente'' (cursivas mías). En parte, el mismo autor de la carta da la respuesta: ``la construcción de un modelo de desarrollo diferente, acorde con la conservación y el aprovechamiento sustentable de los recursos''. Digo que da respuesta en parte, porque describe cómo ha sido la realidad, pero faltaría establecer la relación entre esa realidad y el modelo de desarrollo diferente, que efectivamente es necesario pero que no aparecerá de repente y acabado en un momento, sino que necesariamente debe ser resultado de un proceso.

Precisamente para las comunidades afectadas por proyectos de inversión --no solamente los que son mega-- lo más productivo es que, en vez de limitarse al rechazo de los proyectos como tales, y ya que de todos modos se ponen en movimiento, lo hagan en función de alternativas concretas a esos proyectos o a la forma de llevarlos a cabo. Estas alternativas se articularían en términos, precisamente, del modelo de desarrollo diferente. Creo que a estas alturas es indispensable poner algunos ejemplos para ilustrar el sentido de estas afirmaciones.

En muchos casos existen alternativas técnicas que, además, no son mucho más costosas que las formas ahora usadas, que reducen la contratación masiva por tiempos cortos. Si hay contratación masiva para la construcción de una obra y luego nada, eso necesariamente afectará a las comunidades del lugar. Llega gente que va a recibir y gastar dinero, la economía local usaba mucho menos dinero, por lo mismo los precios suben. Mucha gente deja, como se dice también en la carta, su trabajo de años y de generaciones, por recibir cantidades de dinero que con la actividad anterior no recibiría. No sólo el trabajo de la tierra sino, por ejemplo, artesanías locales, resultan afectadas y en parte abandonadas. Al terminar el breve lapso de la construcción, ya no se puede recuperar lo anterior. Hay proyectos en los que se pueden, por ejemplo, escalonar las excavaciones y cimentaciones, con lo que menos personas --que entonces pueden y deberían ser todas de la localidad-- lo pueden hacer y el trabajo dura más tiempo. En general, si los proyectos tienen un avance más gradual, eso da mayores posibilidades de capacitación de miembros de las localidades.

Cuando el uso del suelo es parte integrante del proyecto, la expropiación o la compra no son las únicas alternativas. La asociación en la que, por ejemplo, los ejidos ponen el suelo, a cambio no sólo del pago correspondiente sino de condiciones que hagan compatible el desarrollo del proyecto con las actividades naturales del lugar, es un caso que encuadra entre las alternativas a impulsar.

Según el tipo de proyecto hay diferentes alternativas, unas más contaminantes, más depredadoras, con mayor daño social, que otras. Hay, además, en una serie de casos, posibilidades que no contaminan y cuyo beneficio social puede ser mayor que el daño social en su caso.

Conclusión: un movimiento tiene más perspectivas si plantea alternativas específicas a los proyectos de inversión, o alternativas sobre la forma de llevarlos a cabo, que si rechaza el proyecto de inversión sin más.