Bárbara Jacobs
Desadaptados

``Las enfermeras y los campesinos no cambian de aspecto'', dice Novo, pero si uno no cambia según una serie de factores, resulta que uno es un desadaptado. No me refiero sólo a la ropa. Estar al día, verse como se debe, hablar de lo que hay que hablar, cruzar las piernas o no: todo, en pocas palabras, te define ante los demás, y si desentonas, pierdes. Hasta cierto punto, la observación de Novo es una invitación a la rebeldía. Para alejarse un poco de las exigencias sociales, sugiere refugiarse en el campo o en un hospital. Yo he pensado con frecuencia en un monasterio. Yo, tú, usted, él, ella, nosotros, ustedes, ellos, ellas: ¿quién no ha deseado huir?

En una ocasión llegué al siquiátrico a entregarme, pero fui rechazada por falta de pruebas. ¿Más prueba que el deseo de encerrarse? Tan claro, denota cordura. En realidad, por debajo pedía más: tener resuelto el proceso de la vida diaria. El orden, la estructura está dada; tú sólo te dejas llevar. ¿Hay mayor idilio con la vida? Llaman desadaptado al que come a deshoras, ¿no? Sucede que nos han acostumbrado al término y quizá resulta poco acertado. Se me ocurre definir al que nada a contracorriente como un incómodo. La incomodidad estaría en la base de la desadaptación. Las cosas como son estor- ban a ciertas personas porque a ellas les irían mejor otras, pero éstas no existen. Te señalan como desadaptado porque no van a admitir su incapacidad para fabricar nada a medidas excepcionales. Si no perteneces a la media, eres un desadaptado. Las cárceles también acogen a los desadaptados, y ellos aprovechan el encierro para alejarse de las exigencias sociales y fluir o dejarse llevar sueltamente por la vida estructurada y sola.

Dos jóvenes desadaptadas se divertían una vez por las calles de Manhattan, cuando pasó a su lado un par de apuestos jinetes de la policía montada. ``Somos culpables'', gritaron en inglés ellas; ``llévennos con ustedes'', les pidieron a ellos muertas de risa. Pero les faltaron las pruebas. Mata, roba, desnúdate en la calle, escúpele en la cara a la autoridad; no basta divertirse sin consecuencias. Deja de amar. El desadaptado es ingobernable porque él sabe qué hacer por su cuenta. Puede querer no hacer nada.

Las mecedoras son una escala o un paréntesis en la vida de ciertos desapadatos. En ellas, en su vaivén, ellos se encuentran cómodos, puesto que ellos son de los que pactan con la sociedad, pero no todas las horas de todos los días, sino sólo a ratos. Entre pactos, se mecen y son felices, cómodamente.

Y sí, si van al campo y ven a las mujeres vestidas de negro, se serenan, porque esas mujeres no cambian de aspecto y la continuidad de sus hábitos es un descanso para el que pacta. Pactar implica interrumpir, violentar la comodidad que finalmente habías encontrado en tus viejos zapatos. La armonía no forma parte del cambio. El cambio siempre es una imposición sobre la comodidad, la aplasta más ligeramente o menos, la arruga, la estropea, la perturba. ¿Aislarse es una solución o una negación de la desarmonía?

La idea de la renuncia a todas las cosas terrenas y a los placeres de los sentidos, ¿conduce en sí misma a un renacimiento o únicamente si se trata de una renuncia auténtica? Auténtico versus falso. Auténtico versus espejismo. Falso igual a desvío. ¿Qué calma la turbulencia mejor que una mecedora?

En ocasiones me he entretenido sustituyendo el monasterio, la cárcel, el campo o los siquiátricos con playas rocosas e invernales o con islas en las que los habitantes hablan lenguas incomprensibles para mí y siguen costumbres igualmente incomprensibles para mí. Imaginariamente sigo los pasos de grandes aventureros filosóficos como Robinson Crusoe, el náufrago, o Ismael, el vigía en la caza de Moby Dick. Pero la imaginación a veces no es suficiente y debo detenerme del impulso de meterme en los zapatos de la realidad. El control, la represión de mis impulsos desadaptados, convierte hasta mis sueños en espejismos.

El concepto de ``estar al día'' también atormenta. Resulta que si no pactas, pareces tonto, siempre estás atrasado y nadie se da cuenta de que siempre estás adelantado. Vives desajustado; pactar nubla tu ideal. Y caes en la tentación de ceder, de condescender para que el otro no pierda nunca su comodidad, su compostura, la confianza en su saber. Entonces el tonto eres tú, incapaz de discutir porque te parece que con el primer portazo se va a acabar el mundo; incapaz incluso de opinar: opinar puede ser una imposición sobre la comodidad del otro. No hay como no alterar nada; ¿para qué cambiar? De aspecto, de hábitos, de temas.

Es que los derechos hay que ganárselos, no basta merecerlos, ni siquiera el de la comodidad. ¿Cómo pruebas que necesitas estar cómodo? De ahí que cuando se descuidan, bajo un cielo de estrellas, te mezas. El ruido desentona el silencio de tu pacto. Bajas el volumen para recuperar la cordura de pactar. Pero no oyes cuando una voz interna o externa quiere arrullarte para enamorarte con la vida, que espera