MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Contigo a la distancia
Para Antonio Cabral
Si tuviera valor, en este momento llamaría a Luisito Robles para disculparme con él. Lo menos que estará pensando de mí es que soy una estúpida, mal educada. Tal vez hasta me suponga loca. Yo pensaría lo mismo de una persona que, a mitad de una conferencia, se echa a reír sin motivo y luego se sale llorando de la sala de juntas.
¿Cómo pude haber hecho semejante ridículo? La idea de que mis compañeros sigan murmurando y burlándose me preocupa bastante menos que haber ofendido a Luisito Robles. Nunca antes nos había dado una conferencia. La preparó minuciosamente, llevó diapositivas. Nos las exhibió orgulloso, como si de su esfuerzo por mostrárnoslas hubiera dependido el avance de la telefonía. Y mientras todo el mundo estaba atento y maravillado, ¿qué hice? Primero solté una carcajada y luego salí, llorando, al baño.
Luisito Robles es una bellísima persona. Merece una explicación. Si quiero que le satisfaga, tendré que urdir una mentira. No me creerá si llego a decirle la verdad: ``Perdóname, ingeniero, todo se debió a que soy una mujer insegura y tengo mucho miedo''. ``¿De qué?'', me preguntaría. Luisito me inspira gran confianza, pero no tanto como para abrirle mi corazón: ``De que mis relaciones con Gildardo se acaben, de sumarme a la estadística de los solitarios que habitan la ciudad, de que Alicia me convenza para que vayamos a ver a los muchachos del Chippendale''.
Estoy enamorada de Gildardo. Es un hombre encantador y muy dulce. Cuando me pongo histérica por las dificultades que tenemos para reunirnos, procura tranquilizarme: ``Hilda, no nos conocimos ayer. Ten confianza en lo nuestro. Dime: si no nos quisiéramos como nos queremos, ¿llevaríamos cinco años juntos?'' Es cierto, sólo que los dos años los hemos vivido por teléfono. Lo adoptamos como recurso después de una serie de peligrosos desencuentros que culminaron con un retraso brutal.
La última vez que Gildardo vino a recogerme a la oficina llegó dos horas tarde. Para hacérselo notar me acerqué a la ventana y le dije: ``¡Qué preciosa es la luna de octubre!'' Gildardo entendió la indirecta: ``Perdóname. Sé que prometí venir a las seis y son más de las ocho. No fue mi culpa. Había una marcha enorme, ya ni me fijé de quiénes, y se bloqueó el paso por Insurgentes. Tuve que dar una vuelta tremenda. Creí que no llegaría por ti''.
Entre mis muchos defectos cuento la impaciencia. Esperar me enoja, me vuelve implacable y antipática: ``Me hubieras llamado de la calle o qué, ¿te costaba mucho trabajo bajarte del coche en una esquina y hablarme por teléfono?'' Cosa rara, Gildardo se exasperó: ``Quería hacerlo, pero no encontré dónde estacionarme. Por favor, entiéndeme. Tú sabes cómo son esas cosas, las has vivido''.
Recordé las ocasiones en que Gildardo había tenido que esperarme y a veces conformarse sólo con mi llamada telefónica nocturna: ``Discúlpame. Hice lo imposible por llegar, pero no pude. Los del plantón estaban en Bucareli y todas las calles alrededor quedaron cerradas. El embotellamiento era tan espantoso que decidí regresarme a la oficina. Desde aquí te estoy hablando''.
Aquella noche de octubre me esforcé por tranquilizarme. No lo conseguí. Era horrible presentir que todos los esfuerzos de Gildardo por llegar a la cita acabarían siendo inútiles: él estaba malhumorado y exhausto después de pasarse horas dando vueltas en el coche; yo, muy nerviosa y sin ánimo para nada, ni siquiera para preguntarle a dónde íbamos. Cuando llegamos al centro comercial y vi que nos estacionábamos, me desconcerté.
``¿Qué estamos haciendo aquí?'' Gildardo no respondió. No quise insistir. Me limité a seguirlo y a imaginar qué horrores estaría reservándome el resto de aquel martes fatídico. Al fin opté por una posibilidad menos ingrata que todas las demás: ``Creo que me trajo aquí para que lo ayude a elegir un regalito: mañana es cumpleaños de su mamá''.
Me sorprendió que entráramos en una agencia telefónica. No sé el nombre de la empleada que nos atendió, pero comencé a apreciarla desde el momento en que nos recibió: ``Iba a cerrar, pero algo me dijo que no lo hiciera. ¿En qué puedo servirles?'' Gilberto se lo dijo y la muchacha nos mostró catálogos; luego nos ayudó a llenar los formularios y al fin nos entregó los aparatos. Alcancé a ver su sonrisa cuando Gildardo me puso uno entre las manos: ``Así estaremos en comunicación todo el tiempo y ya no tendrás que enojarte porque llego tarde. ¿Ya me perdonaste?''
Esa noche, desde la ventanita de un hotel, Gildardo y yo vimos juntos la luna de octubre. Nuestro paraíso empezó a desvanecerse cuando vi el reloj: las once. ``Mis papás deben estar preocupadísimos. ¡Vámonos!'' De camino al estacionamiento donde había dejado mi coche le agradecí a Gildardo su idea de contratarnos celulares. Luego batallé para convencerlo de que me permitiera pagar mis recibos. ``Es mejor. Así me sentiré en libertad de usarlo cuantas veces quiera.''
Por jugar, seguro de lo que iba a responderle, Gildardo me preguntó: ``¿Se puede saber a quién le hablarás tanto?'' Lo besé y le dije al oído: ``A ti. Y a tus papás...'' Interpreté esas palabras como alusión a futuros encuentros amorosos. Estábamos contentos, de muy buen humor y terminamos cantando a pésimo dúo Contigo a la distancia.
Sin proponérmelo recordé la escena mientras Luisito Robles enumeraba el formidable avance de las comunicaciones en el mundo. Puntualizó las ventajas para el mundo de la ciencia, las finanzas, la política, la cultura. Al final quiso demostrarnos cómo todos éramos beneficiarios del progreso: ``Ya no existen las distancias. Lo afirmo y puedo probarlo con el más simple de los ejemplos: un hombre que esté en el norte de la ciudad podrá comunicarse con su amada, que vive en el sur, en cuestión de segundos''.
Ese fue el momento en el que me reí. Por la forma en que se volvieron a mirarme algunos compañeros, sé que interpretaron mi gesto como una burla. Nada de eso. Me reía de gusto, contenta de pensar que los impulsores de las comunicaciones jamás iban a saber hasta qué punto, gracias a ellos, dos personas perdidas en el mundo tenían donde refugiar su amor: las complicaciones de la ciudad, la crisis económica, las exigencias de nuestras respectivos trabajos han ido quitándonos -a Gildardo y a mí- tiempo y espacios, de modo que nuestra relación amorosa está prácticamente reducida a las dimensiones de nuestros celulares. Desde octubre del 95 a través de esos aparatos nos ocurre todo.
Un comentario de Alicia, mi compañera de oficina, provocó risas y aplausos. Desperté de mis sueños y me propuse escuchar con atención la última parte de la conferencia. Luisito Robles, que nos había traído desde el pasado remoto hasta el presente, no quiso privarnos de vislumbrar hacia el futuro con su ayuda. Habló de viajes supersónicos, unidades habitacionales inteligentes, envases con mecanismos autodestructores. Para desterrar nuestra incredulidad, se apoyó en la vida cotidiana. De todos los objetos que la hacen funcionar y que la pueblan, eligió otra vez los celulares.
``Hace apenas unos años eran aparatos inimaginables. Hoy son una realidad. Se perfeccionarán de tal modo que dentro de muy poco tiempo, quizá antes de que termine el siglo XX, serán infalibles, de gran alcance y tan pequeños como una carátula de reloj o un encendedor.'' Ese fue el momento en que salí llorando de la sala de juntas.
Alicia me siguió al baño. ``¿Te sientes mal?'' Le dije que no y le pedí que me dejara sola. Se fue muy ofendida. Mañana tendré que disculparme también con ella. Lo mismo que a Luisito Robles, le diré una mentira. Sé muy bien que no quedará satisfecha si le digo la verdad: ``Lloré porque me dolió pensar que cada día será más y más pequeñito el único refugio que le queda a mi amor''.