La Jornada Semanal, 16 de febrero de 1997


Los ciudadanos de la naturaleza

Roger Bartra

La publicación de El salvaje en el espejo, de Roger Bartra, significó un giro en los estudios de antropología de la cultura. En aquel libro, el autor se ocupó de la importancia que para la mente europea ha tenido la presencia (generalmente imaginaria) del hombre salvaje, el "bárbaro" que, por comparación, enaltece la cultura de Europa. El salvaje artificial, de muy próxima publicación bajo el sello de ERA, continúa esta investigación. Con la versatilidad inherente a todos sus ensayos, Bartra analiza la ópera, los tapices, el teatro, los cuentos infantiles, las teorías y las anécdotas infinitas donde aparecen los "salvajes". Hemos escogido un fragmento de un capítulo definitivo: Bartra discute a Rousseau y su idea del buen salvaje.



Jean-Jacques Rousseau nos ha legado una deslumbrante visión del hombre salvaje. Conviene preguntarnos si para construir esta luminosa imagen Rousseau orientó su mirada hacia la lejanía, para escrutar más allá de los límites de la civilización, o bien dirigió los ojos hacia su interior, para examinar el fondo de su alma y de su corazón. Se ha creído que Rousseau miró el horizonte para descubrir el amanecer de la historia, y que con los ojos de los viajeros observó a los hombres primitivos de África y América. Pero también se afirma que fue iluminado por el sol primigenio de su propia infancia, y que con los ojos de la mente desnudó a los hombres civilizados de su tiempo. Quienes han considerado a Rousseau como el fundador de la etnología, evidentemente han privilegiado la idea de un pensador capaz de dirigir su mirada hacia los Otros y hacia la alteridad de la naturaleza; es una interpretación que revela su carácter paradójico al tomar como ejemplo a un escritor que fue el gran restaurador del sentimiento místico y del viaje introspectivo en el siglo que se caracterizó por exaltar las luces de la razón. Es la misma paradoja fascinante del pensamiento de Rousseau, que retoma la antigua imaginería del hombre salvaje, con todas sus contradicciones, para reinscribirla al más alto nivel en la cultura europea moderna. Rousseau saca al hombre salvaje de las cuevas marginales y lo instala en el altar central del iluminismo. Los hombres salvajes de Rousseau no son los otros: son los mismos que ya conocemos. No vienen del exterior de la cultura europea: son sus criaturas. Su hombre salvaje no es el otro: es él mismo. En este sentido, Rousseau no puede ser considerado como el fundador de la antropología, sino como el gran reconstructor de un antiguo mito. Que este mito se haya alojado posteriormente en el seno de la antropología moderna es otro problema, que sin duda también debe inquietarnos.

Muchas alusiones al salvaje noble de Rousseau parten de la engañosa creencia de que esta imagen refleja o simboliza a los pueblos primitivos descubiertos en América y en África. Esta interpretación se ha vuelto un lugar común profundamente arraigado, a pesar de que los importantes avances de los estudios y las reflexiones sobre Rousseau en los años recientes han permitido acercarse a la idea del hombre salvaje desde nuevas perspectivas. En contraste, yo he llegado a la conclusión de que el hombre salvaje de Rousseau es europeo, tiene su origen en el mito del homo sylvestris, reproduce sus estructuras y responde a un proceso de larga duración que expresa las tensiones propias de la cultura occidental. La aplicación de la poderosa imagen del hombre salvaje a las sociedades "exóticas" de América y África es un fenómeno derivado, es un fruto de la larga evolución del mito en Europa; a pesar de la espectacularidad de las descripciones de costumbres exóticas hechas por viajeros, colonizadores y misioneros, el mito del hombre salvaje se preservó como una estructura conceptual europea que funcionaba más para explicar (y criticar) las peculiaridades de la civilización moderna que para comprender a los otros pueblos, a las culturas no occidentales.

Es muy difícil establecer las fuentes que influyeron puntualmente en la figura del hombre salvaje desarrollada por Rousseau, pero creo que debemos separar el contexto semántico y mitológico, en el que vivía inmerso, para distinguirlo de las referencias textuales (muchas de las cuales aluden a grupos primitivos descritos por viajeros y misioneros o a reflexiones teóricas sobre el derecho natural). Un buen ejemplo de esta distinción procede de una de las fuentes consultadas por Rousseau, la Histoire générale des Antilles del padre jesuita Jean-Baptiste du Tertre:

Al disponerse a escribir el segundo Discurso, Rousseau ya ha comprendido que una de las claves, sin la cual el conjunto de su sistema no podría sostenerse, es la noción de homme sauvage. Conviene precisar que esta noción se refiere a un hombre completamente diferente a los seres primitivos que los colonizadores y misioneros se encontraban en África y América; lo advierte claramente Rousseau: "cuidemos de no confundir al hombre salvaje con los hombres que tenemos ante los ojos", para señalar que no debemos confundir a seres domesticados con seres salvajes (los ejemplos son el caballo, el gato, el toro y el asno, pero tiene en mente a las que generalmente llama nations sauvages). El hombre salvaje de Rousseau, como el de Hobbes, es una construcción imaginaria, "un estado que no existe ya, que tal vez nunca existió, que probablemente no existirá jamás, y del cual sin embargo es indispensable tener nociones precisas para bien juzgar nuestro presente". Para reconstruir o inventar la imagen del hombre en estado de naturaleza es necesario un vehículo especial que ni los más grandes filósofos pueden crear, pues han sido precisamente las luces de la razón y de la metafísica las que han sido usadas para establecer la sociedad ųal hombre civilų y, por lo tanto, para ocultar al hombre natural y salvaje. Hay que abandonar todos los libros científicos, que sólo nos muestran a los hombres tal como ellos se hicieron a sí mismos, para meditar y descubrir así los principios anteriores a la razón. En los orígenes del Discurso sobre la desigualdad también encontramos una especie de iluminación o, mejor, de meditación mística: "Para meditar a mi gusto sobre este gran tema hice un viaje de siete u ocho días a St. Germain [...] Recuerdo este paseo como uno de los más agradables de mi vida. [...] en el fondo del bosque buscaba y encontraba la imagen de los primeros tiempos cuya historia trazaba orgullosamente [...] Mi alma exaltada por las contemplaciones sublimes se elevaba hasta la divinidad." La imagen del hombre salvaje es fruto de una meditación, no de una investigación histórica o etnológica ("filosófica", como se decía en la época). Es importante observar que, cuando en el segundo Discurso usa la noción de homme sauvage, Rousseau se refiere siempre a su construcción imaginaria; en cambio, para referirse a los hotentotes o a los caribes escribe simplemente sauvages, casi siempre en plural, o bien nations sauvages o peuples sauvages.


yo he llegado a la conclusión de que el hombre salvaje de Rousseau es europeo, tiene su origen en el mito del homo sylvestris, reproduce sus estructuras y responde a un proceso de larga duración que expresa las tensiones propias de la cultura occidental.

Cuando Rousseau escribe homme sauvage debemos reconocer allí el fruto de su meditación a partir del mito del homo sylvestris. Exactamente igual que en la tradición mitológica, la meditación de Rousseau procede a desnudar al hombre civilizado ųcomo también hicieron Montaigne o Hobbesų para encontrar el núcleo original puro. Es necesario despojarlo de todos los elementos artificiales y sobrenaturales para descubrir al animal humano "tal como debió salir de las manos de la naturaleza". Este desnudamiento parte de la premisa de que, al ir eliminando el artificio, quedará un resto natural puro, indefinible e inasible en términos racionales; ese resto es el homme sauvage. Ciertamente, bajo las premisas que se impuso Rousseau, la única aproximación posible al estado natural puro es por el camino de la mitología. Por ello, no debe sorprendernos que haya reconstruido el antiguo mito del hombre salvaje. Desde el punto de vista físico, estos seres primigenios son, tal como los describe Rousseau, animales robustos, ágiles y feroces que viven en soledad, dispersos en una tierra fértil cubierta de bosques; viven desnudos, no tienen la piel velluda y en tiempo frío se cubren con pieles. Como no tienen habitación, Rousseau los ve saciándose de bellotas bajo el roble que protege su lecho, bebiendo agua de los arroyos; seres más bien pacíficos, no se hacen la guerra entre ellos, se defienden de las bestias con habilidad mediante sus brazos o con bastones y piedras. Este hombre salvaje es, en suma, un ser aislado y ocioso que piensa poco y duerme mucho. Funciona de acuerdo a principios prerracionales y presociales, como son la repugnancia de ver sufrir o ver morir a otros seres sensibles.

Cuanto más meditamos en la descripción que se hace en el segundo Discurso del homme sauvage, más nos percatamos de que, en sus rasgos esenciales, Rousseau nos presenta de nuevo al antiguo homo sylvaticus europeo. El aspecto "moral y metafísico" del hombre natural lo revela como un ser que carece del uso de la palabra, de propiedad, de familia, de industria y de educación. Las operaciones primarias de su alma se limitan a las pasiones que emanan de sus impulsos naturales: querer, no querer, desear, tener miedo. El hombre salvaje no conoce más bienes que la comida, la hembra y el reposo, y los males que teme son sólo el dolor y el hambre. No le teme a la muerte y es incapaz de prever ni de pensar en nuevas necesidades. El espectáculo de la naturaleza le es indiferente, no se asombra ni tiene curiosidad por nada. Pero hay tres peculiaridades del homme sauvage que tienen un sello distintivamente rousseauniano: es libre, es perfectible y es piadoso. El hombre salvaje es un agente libre capaz de contrariar las reglas naturales y capaz de tener conciencia de esta libertad. A diferencia de los animales, este hombre es capaz de volverse imbécil, pero por lo mismo es capaz también de perfeccionarse. Aquí encuentra las raíces del progreso y, por ello, de las desgracias de los hombres. En el hombre salvaje se expresa, además, otra fuerza natural, anterior a todo razonamiento: la piedad. La repugnancia innata del hombre salvaje por ver sufrir a sus semejantes es un sentimiento oscuro y vivo de conmiseración que las costumbres más depravadas no han logrado borrar en el hombre civil, y cita en su apoyo a Juvenal: "Al darle lágrimas, la naturaleza demuestra que ha dotado al género humano de un corazón muy tierno." Así pues, Rousseau no habla aquí de un noble salvaje, ni de un buen salvaje, pues no encuentra en los hombres naturales ninguna idea de bondad o de virtud (como tampoco de maldad o vicio). Estas famosas etiquetas no expresan cabalmente el pensamiento de Rousseau, aunque llegaron a ser muy populares en la imaginería europea del siglo XVIII. En Rousseau, estrictamente hablando, podríamos ver más bien la imagen de un salvaje piadoso de corazón tierno.

Es curioso que Rousseau, quien obviamente está elaborando una imagen del hombre salvaje a partir de materias primas europeas (míticas y filosóficas), insista tanto en la pureza de su visión. De entrada se queja de los filósofos que han estudiado los fundamentos de la sociedad, y que al hablar "del hombre salvaje pintaban al hombre civil" (se refiere a Grocio, Pufendorf y Hobbes). Critica el etnocentrismo cuando afirma que "los únicos hombres que conocemos son los europeos", y que los escritores de libros de viajes "no dicen sino lo que ya sabíamos, no han sabido percibir del otro lado del mundo sino aquello que podían haber observado sin salir de su calle, y que los rasgos que verdaderamente distinguen a las naciones, que nos saltan a los ojos, casi siempre han escapado a los suyos". ƑPor qué a Rousseau le saltan a los ojos la libertad, la perfectibilidad y la piedad de los hombres salvajes, cosas que no han visto los viajeros ni en los lugares más remotos? Este problema se encadena con la famosa frase del Ensayo sobre el origen de las lenguas que ha sido usada para definir a Rousseau como el fundador de la etnología: "Cuando se quiere estudiar a los hombres es necesario mirar cerca de uno; pero para estudiar al hombre es necesario aprender a levantar la vista a lo lejos; es necesario primero observar las diferencias para descubrir las propiedades." Rousseau dice que el gran defecto de los europeos es filosofar siempre sobre el origen de las cosas a partir de lo que sucede en torno de ellos. ƑQué significa, en este contexto, mirar a lo lejos? Rousseau mira a lo lejos, pero no hacia afuera; para observar lo que está distante dirige su mirada hacia adentro, muy lejos hacia el interior de sí mismo. Rousseau descubre que la mayor lejanía ųel más profundo abismoų está dentro de sí mismo y dentro de la propia cultura occidental. No es el primer pensador europeo que se asoma a su naturaleza animal interior, temblando de miedo por encontrar en ella el origen de sus pulsiones bestiales y malignas. Pero más grande es el temor de descubrir la existencia de fracturas esenciales, de diferencias irreductibles; de hallar señales de que la humanidad es una comunidad artificial compuesta de segmentos incapaces de comunicarse entre sí sus experiencias primordiales sino a través de mediaciones inseguras, de puentes construidos con signos y códigos que es necesario interpretar y traducir. Por eso Rousseau se burla de ese adagio moral, tan repetido por la "turba filosofesca", que afirma que los hombres son en todas partes los mismos, que comparten las mismas pasiones y vicios, y que por lo tanto es inútil caracterizar las diferencias entre los pueblos. Rousseau se asoma a su abismo interior y siente el pavoroso vértigo de la diferencia.

Esto nos regresa al problema de la iluminación de Vincennes y de la meditación de St. Germain, ya que es en la soledad de los bosques donde Rousseau dirige la mirada a esa lejanía profunda que le permite vislumbrar al homme sauvage. Es una mirada de meditación y éxtasis que induce al pensamiento a divagar por espacios extraños; se ha dicho que Rousseau es el primer europeo que dejó testimonio de ese pensamiento errabundo e indefinido que suscitan ciertos paisajes. Pero no se trata solamente de una ensoñación (rêverie) romántica: en la iluminación de Vincennes, tal como la describe Rousseau, encontramos la confluencia de diversas tradiciones. Antes que nada, para examinar estas tradiciones, es necesario decir que esta famosa iluminación es en gran medida una invención de Rousseau: se ha comprobado que no pudo ocurrir durante el caluroso verano, pues la convocatoria de la Academia de Dijon que la motivó apareció en octubre de 1749; además, a lo largo del camino al castillo de Vincennes no había un solo roble, sino cuatro hileras de olmos. Se sabe, por otra parte, que el tema del ensayo fue discutido con Diderot, quien dejó suponer que él había sugerido o previsto la manera crítica de abordar el progreso de las ciencias y las artes. Lo importante es establecer que Rousseau sintió la necesidad imperiosa de inventar la iluminación de Vincennes como una muestra de la forma en que, desde su perspectiva, debía abordarse la reconstrucción de la condición natural primigenia del hombre; se trata de un simulacro en el cual el propio Rousseau se coloca en el papel de homme sauvage para establecer una comunión mística con el objeto de su reflexión. La escena ocurre bajo un roble tal vez porque así concibió Lucrecio a los primeros hombres y porque bajo ese árbol se solía refugiar el homo sylvestris de la tradición medieval. En todo caso, la iluminación que ocurre bajo un árbol no puede menos que recordar el arrepentimiento de San Agustín bajo una higuera, en Milán; en realidad el paralelismo entre las confesiones del santo y las de Rousseau, en lo que se refiere a la iluminación, es tan notable que es imposible que el escritor francés no lo haya así diseñado. En la misma línea, podemos establecer una similitud entre el camino a Vincennes y el camino de Damasco en el que San Pablo tuvo la visión que cambió el curso de su vida. Pero éstos no son los únicos modelos que usó en su reconstrucción ficticia; sin duda podemos reconocer otros dos ejemplos: la comunión con los bosques típica de los antiguos druidas y la conversión de Robinson Crusoe en la soledad de su isla. No es demasiado arriesgado suponer que Rousseau se imaginó a sí mismo en medio del bosque, desnudo como el profeta Merlín, sumido en éxtasis profundo; o cumpliendo una función similar a la del adivino de su ópera pastoral, Le devin du village, compuesta en 1752. En esta ópera cuenta la forma en que el adivino de la aldea ayuda a la bella pastora, Colette, a recuperar a su amado Colin, que se siente atraído por una rica dama citadina que representa, obviamente, los vicios y los artificios de la civilización. El adivino aconseja a la pastora que finja estar enamorada de un caballero; cuando el arrepentido pastor Colin acude a su vez al adivino, éste le hacer creer que Colette ya no siente amor por él, para encaminar mañosamente sus celos hacia la reconciliación final. Se ha hecho notar, con razón, que el tema profundo de la ópera no es la contraposición entre la inocencia espontánea rural y los artificios viciosos de la ciudad; más allá de esta típica contraposición, encontramos el tema de la manipulación de que son objeto los pastores por parte del mago que inventa un simulacro. Sabemos, por otro lado, que Rousseau tenía una gran admiración por Robinson Crusoe, el primer libro que recomienda a Emilio y al que considera como el mejor tratado de educación natural. En otro texto, se imagina en la soledad de una isla como Crusoe, y declara que le gustaría más vivir siempre en la soledad antes que verse obligado a vivir todo el tiempo en compañía de los hombres; se ve a sí mismo "más solo en medio de París que Robinson en su isla". En el Emilio es evidente que propone a Crusoe como un modelo de comportamiento; a pesar de que el estado solitario de Robinson no es el del hombre social, su ejemplo es fundamental: "El medio más seguro de elevarse por encima de los prejuicios y de ordenar los juicios sobre las relaciones entre las cosas es el de colocarse en el lugar de un hombre aislado y juzgarlo todo tomando en cuenta su utilidad, tal como este hombre debe hacerlo." Como se ve, Rousseau toma como modelo a Crusoe, no a Viernes: es decir, al wild man europeo y no al savage americano. La función precisa del hombre salvaje la aclara unos párrafos más adelante: "Hay una diferencia apreciable entre el hombre natural que vive en estado de naturaleza y el hombre natural que vive en estado social. Emilio no es un salvaje para ser relegado en los desiertos, es un salvaje hecho para habitar en las ciudades."

A Rousseau se le podría aplicar el mismo reproche que él le hizo a Hobbes y a Pufendorf: el hombre salvaje que describe es el hombre civil europeo que ha sido desnudado gracias a la poderosa imaginación de un pensador que se retira a los bosques, para meditar y zambullirse con audacia en las profundidades de su propio ego a fin de escuchar la voz pura de la naturaleza. El mismo reproche le hace Jacques Derrida a Lévi-Strauss, quien pretende seguir los pasos de Rousseau durante su expedición etnológica a Brasil, entre los nambikwara. El etnólogo francés habría llevado a la Amazonia la figura del hombre salvaje europeo para aplicarla a un grupo étnico completamente ajeno a esa imagen. Derrida, por su parte, sostiene que Rousseau entendió a la escritura como un suplemento artificial que se agrega al habla y que pervierte la inmediatez de la voz original. Esta voz interior sería la expresión del hombre natural, una presencia no mediada que murmura las verdades primordiales; pero esta voz se va diluyendo en un laberinto de mediaciones sociales que son codificadas por la escritura, de tal manera que la claridad natural originaria va encontrando obstáculos artificiales a lo largo del camino de la historia. La luz inmediata que emana del hombre salvaje debe filtrarse a través de la cada vez más densa textura de la civilización y de la escritura: al final, la claridad primordial casi no ilumina ya a unos hombres trágicamente enredados en los artificios de la civilización, perdidos en el bosque moderno de lo signos. Derrida, como es sabido, lleva el argumento a sus extremos: la voz interior no es una expresión inmediata de la naturaleza, sino que a su vez es una textura de significantes ųuna arqui-escrituraų que forma parte de una cadena infinita que jamás llegaa tocar el fondo puro de la naturaleza humana.

Si damos una vuelta de tuerca más nos encontraremos con una crítica a la interpretación hecha por Derrida. Paul de Man no cree que la iluminación que conduce a Rousseau hacia una nueva perspectiva proceda de la esencia brillante de las cosas que se filtra a través de la opacidad de las palabras. Tampoco cree que en Rousseau la escritura represente al habla de la misma manera que ésta representa al pensamiento; en realidad, dice Paul de Man, el pensador francés concebía al lenguaje como una manifestación figural similar a la música: la escritura es al habla lo que la armonía a la melodía. Cuando Rousseau reflexiona sobre la cadena de representaciones, no comprueba el sentido de las palabras (o de la música) por la presencia plena que habría en el fondo del hombre: cuando lanza el cubo atado a la cadenade signos y figuras, en el pozo no encuentra sino el vacío. Y sin embargo, cuando Rousseau recobra el cubo que ha descendido al fondo de sí mismo, resulta que no regresa vacío: en el trayecto de ida y vuelta se ha llenado. Hemos visto cómo, ciertamente, Rousseau ha recuperado una visión del hombre salvaje que ya existía en la cultura europea. Pero no existía de la misma manera: en el viaje al fondo vacío del pozo de su ego, Rousseau ha transformado el mito del hombre salvaje. Veamos el ejemplo que usa Rousseau para afirmar el carácter figural del primer lenguaje, y comparémoslo con su interpretación de los mandriles y los sátiros; podemos así comprobar las curiosas metamorfosis que ocurren cuando descendemos al fondo del pozo. El ejemplo lo tomo del Ensayo sobre el origen de las lenguas, y es el mismo que usa Paul de Man para su análisis de las metáforas de Rousseau:

Como se ve, estos hombres salvajes, en el momento de iniciar la comunicación hablada, expresan una visión hobbesiana de sus semejantes, idea que no tiene más base que el sentimiento interior de miedo, ya que ninguna experiencia previa podía llevarlos a pensar que el otro hombre fuese un peligro (de acuerdo a los supuestos de Rousseau). Hay en el segundo Discurso un análisis paralelo a propósito de las imágenes europeas de seres desconocidos:

En el Ensayo sobre el origen de las lenguas, el hombre salvaje abandona el uso figural del lenguaje:

De igual manera, en el Discurso sobre el origen de la desigualdad, es el propio Rousseau en su papel de nuevo salvaje, quien corrige la primera visión de los viajeros y de los antiguos: "Tal vez después de investigaciones más precisas encontraremos que [los mandriles, los sátiros, etcétera] no son ni bestias ni dioses, sino hombres." Rousseau tiene la esperanza de que, a pesar de todo, nuevas experiencias pueden confirmar empíricamente la existencia de ese estado natural salvaje del que afirmó "que no existe ya, que tal vez nunca existió, que probablemente no existirá jamás". La idea de gigante (o de mandril) tiene en su origen el infundado miedo a unos seres inexistentes o las percepciones equivocadas de los viajeros; no hay la presencia inmediata de una voz natural en la configuración de la palabra, sino una ilusión equívoca.

Rousseau era consciente de que su idea del estado salvaje primigenio no resultaba una expresión inmediata de su naturaleza pura, surgida de su reflexión extática en los bosques, sino la transfiguración de una imagen preexistente en la cultura europea. Sin embargo, Derrida insiste en considerar a Rousseau como un filósofo de la presencia no mediada, ensartado en un proceso regresivo infinito en busca de un origen natural; cada vez que descartaba un origen como artificioso, debía buscar un estado aún más primitivo que, a su vez, debía ser abandonado para ir más al fondo. Paul de Man, por su parte, insiste en mostrar que el tejido de signos, en Rousseau, no es opaco porque enmascara la presencia original del significado, sino porque este mismo significado se encuentra vacío. Derrida no ve que la teoría de la representación de Rousseau es diferente a las teorías miméticas en boga durante el siglo XVIII, y se basa en una lectura indirecta y mediada de Rousseau, realizada a través de otros autores. Paul de Man sostiene que Derrida no leyó a Rousseau directamente, sino que lo hizo por medio de los textos de Starobinski, para quien la verdadera presencia del autor del Contrato social "no debe ser buscada en su discurso sino en los movimientos vivos y aún indefinidos que preceden a su discurso"; "el lenguaje articulado ųdice Starobinski en otro textoų es una mediación ineficaz que traiciona indefectiblemente la pureza inmediata de la convicción". Según esta interpretación, el auténtico Rousseau es el que se convierte en un hombre salvaje cuyos estados emocionales prelingüísticos expresarían la convicción profunda de un ser sumergido en la naturaleza.


Pero hay tres peculiaridades del homme sauvage que tienen un sello distintivamente rousseauniano: es libre, es perfectible y es piadoso. El hombre salvaje es un agente libre capaz de contrariar las reglas naturales y capaz de tener conciencia de esta libertad.

La ardiente búsqueda del hombre natural que Rousseau practica como un ritual místico, se inscribe en su lucha por conquistar una identidad como ciudadano libre y crítico. Estos dos aspectos del pensamiento y de la vida de Rousseau ųel hombre natural y el ciudadanoų revelan el paradójico carácter de los salvajes que reconstruye en sus sueños: estos seres son en realidad unos paradigmáticos ciudadanos de la naturaleza. Viven su condición silvestre, pero no igual que las fieras, sino como los habitantes ideales de una república moderna, como hombres libres. Son una rara combinación, pues son bestias inocentes, pero ejercen el libre albedrío. Este ritual, mediante el cual se configura y se consagra el hombre salvaje, ocupa un lugar fundamental en la vida de Rousseau; por supuesto, no se trata de exaltar al estado de naturaleza como una forma ideal o como un modelo primitivista deseable. Ernst Cassirer muestra cómo Rousseau encontró una nueva solución al antiguo problema de la contradicción entre la existencia de un Dios todopoderoso y la presencia del mal sobre la Tierra. Para Rousseau la causa del mal no se encuentra ni en un Dios que habría tolerado el pecado original, ni en la naturaleza pecaminosa del hombre. La causa del mal está en la sociedad y en la forma en que los hombres modificaron la naturaleza original inocente del hombre salvaje. El hombre salvaje de Rousseau no es un ser corrupto como el yahoo de Swift. Los vicios de los hombres son el fruto de la degeneración de su estado natural: al asociarse entre sí inician la corrupción. Cuando Voltaire le envió a Rousseau su poema sobre el terremoto de Lisboa, que destruyó la ciudad en 1755, éste se sintió ofendido y atacado. Voltaire, de alguna forma, culpaba a Dios y a la naturaleza:

A Voltaire no le había agradado la reconstrucción del hombre salvaje que Rousseau hizo en su Discurso sobre el origen de la desigualdad; al recibir un ejemplar del ensayo, le escribió al autor una carta hiriente e irónica: "He recibido, Monsieur, su nuevo libro contra el género humano [...] nunca se ha aplicado tanto talento para convertirnos en bestias. Dan ganas de andar a cuatro patas cuando se lee su obra." Rousseau no ofrecía al hombre salvaje como un tipo humano ideal, como insinúa burlonamente Voltaire, sino como un modelo que permitía comprender el origen del mal. Lo que sostenía Rousseau es que la raíz del mal no podía hallarse en el hombre salvaje (ni en la naturaleza), sino en la sociedad y en el progreso de la civilización. En el primer borrador del Contrato social hay un pasaje revelador al respecto:

Las discusiones sobre la bondad o maldad de los hombres en estado de naturaleza permeaban la cultura europea del siglo XVIII. Las preocupaciones de Rousseau sobre este tema reflejaban las de su tiempo, y en buena medida las encontramos en los debates que sostuvieron los religiosos, viajeros y filósofos a propósito de los pueblos indígenas de América. Se trata de un tema muy bien documentado y estudiado en el cual no pretendo introducirme. Baste poner un pequeño ejemplo: en sus Mémoires de l'Amérique septentrionale (1703) el barón de La Hontan se burlaba de las dos visiones contradictorias que ofrecían los franciscanos y los jesuitas de la naturaleza de los salvajes canadienses; para los primeros, los indios eran estúpidos, rústicos, groseros e incapaces de reflexión; los jesuitas decían, en cambio, que eran gente sensata, vivaz de espíritu, dotada tanto de buena memoria como buen juicio. "Las razones que hacen que unos y otros así se expresen [...] son muy conocidas para las personas que saben que estas dos órdenes no se llevan muy bien en Canadá." La discusión sobre este tema no solía estar determinada por la realidad de los grupos indígenas, sino más bien por los parámetros ideológicos y culturales de los europeos.

Aunque Rousseau no convirtió al hombre salvaje en un ideal a ser alcanzado por la humanidad, sí fue un modelo que le sirvió de guía para pensar y para actuar. Por este motivo, la broma de Voltaire debió molestar profundamente a Rousseau, que se identificaba con el solitario hombre de la naturaleza. Es comprensible, por otro lado, que se ofendiera mucho cuando leyó en Le fils naturel de Diderot el insulto que uno de los personajes lanza contra otro, Dorval, quien como Rousseau se ha retirado a la soledad del campo: "Sólo el hombre malo está solo." Rousseau le escribió una carta de protesta a Diderot, pues se consideró aludido por su amigo; como es imposible que un hombre solitario pueda molestar a nadie, la frase debía interpretarse al revés: son los hombres malos quienes se retiran a la soledad, tal como Rousseau había hecho cuando se fue a vivir al bosque de Montmorency, al Hermitage de la gran propiedad que su amiga Mme. d'Épinay tenía cerca de París. No se trataba, en esta confrontación que inició la ruptura entre los dos pensadores, de una controversia sobre la bondad o maldad de los salvajes primitivos de las selvas de América. Aquí se ponía en cuestión el simulacro de hombre salvaje que servía como guía a Rousseau: el cultivo de la soledad, la expresión directa de los sentimientos, el desprecio por la artificialidad, la críticade las apariencias; "el salvaje vive en sí mismo ųhabía escrito Rousseauų; el hombre sociable, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los otros, y su existencia sólo obtiene sentido, por así decirlo, en los juicios de los demás". Al identificarse personalmente con el hombre salvaje, Rousseau podía comprender que el mal era creado y recreado cada día por los hombres, quienes al hacerlo no expresaban ni su naturaleza original ni la voluntad divina. La soledad silvestre implicaba una perspectiva moral que, creía Rousseau, había sido puesta en duda por Diderot; o, peor aún, había sido calificada como maligna.

Rousseau compartía con Pascal la idea de que la soledad es una vía de conocimiento que permite eludir las trampas de la apariencia y del disimulo, que tanto han pervertido a los hombres civilizados. En este punto se distanciaba de Montaigne y de Gracián, quienes habían establecido que el disimulo y la apariencia son cualidades importantes e indispensables de la sociedad. Tanto para Pascal como para Rousseau, el disfraz y el engaño son artificios usados por los poderosos para someter a los hombres. Pero, a diferencia de Pascal, Rousseau admiraba enormemente la búsqueda al interior de sí mismo que practicó Montaigne, pues la inmersión solitaria en las profundidades del corazón proporcionaba una guía segura de comportamiento. Al escuchar una "voz interior", y al silenciar las pasiones, los hombres podían reconocer las virtudes sociales ocultas por el "falso simulacro" de un progreso mal comprendido. Como he señalado, Rousseau concibió su imitación del hombre salvaje como un simulacro verdadero al que todos los ciudadanos podían acceder libremente, sin intermediarios. Se ha señalado que, a fin de cuentas, Rousseau no pudo escapar de la teatralidad: aun cuando criticó al teatro y demandó su prohibición en Ginebra, exaltó como alternativa las fiestas cívicas públicas. En el teatro el actor, al engañar al público, se autoaniquila; en cambio, el festival público constituye un ritual en el que todos pueden participar sin distinción de ninguna clase.

ƑQué podría ser un simulacro verdadero para Rousseau? La representación figurada de una voz interior auténtica. Para desesperación de sus intérpretes modernos, Rousseau transita de una iconoclastia que exalta la revelación mística a una iconofilia que se complace en construir y adorar una imagen del hombre salvaje hecha con las materias primas que tenía a la mano. A partir del icono del salvaje, Rousseau no duda en imaginar ųy en parte llevar a la prácticaų un verdadero simulacro, para reinscribirsede nuevo en ese paradójico vaivén entre su cuasi-identificación con la imagen que ha evocado y una actitud visionaria que lo convierte en una especie de elegido. Rousseau fue un hombre de la Ilustración en guerra contra la Ilustración y un dramaturgo opuesto al teatro, ha dicho Maurice Cranston. En la misma línea contradictoria, cuando concibe al hombre salvaje pasa de ilustrado a iluminado, de personaje a persona, de representante a representado. No nos debe extrañar la confusión que ha surgido en la interpretación del hombre salvaje de Rousseau; por ejemplo, para Victor Goldschmidt no se trata de un mito ni de un sueño, sino más bien de un recurso metodológico y científico. Marc Eigeldinger se inclina a reconocer un universo mitológico en la obra de Rousseau; pero por lo que se refiere al estado de naturaleza, sostiene que es tanto un mito literario como un axioma filosófico y una hipótesis que sirve como método de investigación.

Rousseau avanza en la misma línea que Daniel Defoe, pero su modernización del mito del homo sylvestris adopta formas mucho más complejas y sutiles. Construye su punto de vista, se sumerge en él y desde allí observa al mundo. Pero no lo hace simplemente desde su subjetividad, tal como la encuentra después de su iluminación: Rousseau construye un ego salvaje, elabora su subjetividad. ƑSe trata de una invención? Como ya hemos visto, lo es sólo parcialmente, pues tomó de sus experiencias, de las conversaciones y de las lecturas, gran parte de la materia prima para levantar el edificio de su subjetividad salvaje; se construyó a sí mismo como un punto de vista que consideró privilegiado para dirigir una mirada crítica a la sociedad y una mirada amorosa a los hombres. Rousseau toma un mito milenario, lo despoja de aquello que le parece inútil, lo transforma, le agrega elementos nuevos procedentes de la ciencia o de otros mitos. Diseña así el disfraz de hombre salvaje que usará para enfrentarse a la vida. Se viste con la desnudez del salvaje para abrigar su endeble existencia y protegerla de la intemperie cruel de la civilización moderna.

La forma como Rousseau concibe su homme sauvage nos proporciona una clave importante para comprender su pensamiento político. A fuerza de querer convertir a Rousseau en padre fecundador de las ciencias sociales modernas, se ha ocultado una dimensión significativa de su pensamiento. Su construcción del hombre natural no es resultado de un análisis inductivo de los fenómenos ni una exaltación de la investigación empírica. Es más bien el fruto de una práctica ritual que metamorfosea en praxis crítica. Es evidente que Rousseau rompe con la tradición jusnaturalista que, a partir del estado de naturaleza, establece los derechos innatos del hombre, anteriores a la sociedad civil e independientes de ella. Rousseau no extrae principios morales derivados de la condición natural del hombre; la legitimidad de una nueva sociedad civil no puede fundarse ni en la oposición al mal originario representado por el salvaje hobbesiano (o por el pecado de Adán y Eva), ni por la defensa de una bondad fundamental simbolizada por el salvaje noble; la legitimidad, en la perspectiva de Rousseau, es necesario construirla, y su homme sauvage sirve como impulso a la actitud crítica, pero no es un modelo a seguir. La construcción de la figura del salvaje desencadena una acción y una actuación ųuna praxis y una mimesisų que se convierten en los fundamentos de la moral. En este punto, Rousseau va más allá que los ilustrados científicos "descubridores" de la naturaleza humana: la descubre y además la actúa. Es un explorador de la naturaleza del hombre, pero también su profeta. De aquí podría concluirse que hay en el pensamiento de Rousseau una primacía de la política ųy, por extensión, de la historiaų sobre la moral, lo que nos permitiría hacer a un lado la idea de que fue un precursor del yo romántico. Es la conclusión de Lucio Colletti, un tanto apresurada, pues es indispensable considerar la profunda inmersión mística de Rousseau en lo que para él es el universo intemporal de su ego, a fin de comprender las raíces de su crítica política. Rousseau se adelanta a su época más por prefigurar una actitud al mismo tiempo crítica y romántica que por ser un precursor del método científico. Podemos reconocer esta peculiar combinación ųel romanticismo críticoų en el pensamiento político del siglo XIX, incluyendo a Karl Marx. La aguda definición sintética del romanticismo hecha por Martin Henkel, que lo ve como "la primera autocrítica de la modernidad", se puede aplicar igualmente a Rousseau.

Rousseau concibió un segundo estado natural del hombre teñido de violencia y de calamidades. El exceso de corrupción de los hombres artificiales podría conducir a "un nuevo estado de naturaleza" dominado por el despotismo, donde los hombres vivirían otra vez aislados y solitarios, sin más reglas que sus pasiones, sometidos a la voluntad arbitraria de efímeros tiranos que mantienen su poder sólo mientras les dura su fuerza; todos los hombres estarían sumidos en el orden natural de una igualdad no fundada en la ley sino en el hecho de que ninguno vale nada. Se ha hecho notar que, para Rousseau, este futuro calamitoso, este nuevo salvajismo, sólo puede ser enfrentado de dos maneras: sea escaparse a los bosques para olvidar los crímenes de nuestros contemporáneos y para reencontrar la antigua inocencia, o bien aceptar los lazos sagrados de la sociedad de que somos parte, pues las pasiones han destruido la simplicidad original y ya no podemos alimentarnos de hierbas y bellotas. Abrirse paso por este segundo camino, que es el que escogió, no le impidió a Rousseau realizar viajes imaginarios, en sus sueños, por los bosques primigenios de la libertad salvaje.