La Jornada Semanal, 16 de febrero de 1997
El 4 de enero de 1989, el Ayatola Jomeini hizo pública la
condena a muerte contra Salman Rushdie. Tres días antes, Bruce
Chatwin había muerto víctima de un virus
contraído en África, muy probablemente el del sida. El 5
de enero los amigos de Chatwin, entre ellos el propio Rushdie, quien
cumplía con su última presentación pública
anunciada, se reunieron para despedirlo por vez postrera.Había,
pues, dos buenas razones para lamentarse; la ceremonia, pese a ello,
no dejó de verse dominada por una suerte de dignidad
jovial. Martin Amis cuenta que mientras Paul Theroux irrumpía
en el templo saludando a Rushdie con un "Salman, por tu culpa
vamos a tener que regresar la semana que viene", el resto de la
concurrencia, conformada en buena medida por ingleses, se
debatía por seguir los ritos conducidos por los sacerdotes. No
mucho antes de morir, Chatwin había decidido afiliarse al
cristianismo ortodoxo. Ésa, en opinión de Amis, fue su
última broma a los amigos.
Las sospechas de Amis no son infundadas. Como lo demuestra su currículum, Chatwin fue muy propenso al cosmopolitismo excéntrico. Tras largos años de trabajar para Sotheby's, decidió retirarse y emprender un largo viaje por Sudán. Su motivo expreso fue aliviarse de una ceguera temporal, pero cabe sospechar razones vocacionales. Fue justamente en Sudán donde Chatwin entró en contacto con los bedja, nómadas negros de quienes se tiene memoria desde el Egipto faraónico. Con ellos vio confirmada una certeza casi tan vieja como su memoria: la de la naturaleza común de la literatura y el viaje. Esa certeza, que adquirió de niño en Stratford-on-Avon cuando su tía, durante largos paseos, recitaba a Shakespeare, es la que anima muchas de las crónicas viajeras, relatos y semblanzas biográficas que escribió durante sus visitas a sitios tan dispares como Rusia, Brasil, China, Mauritania, Ghana y Nepal, reunidos póstumamente en el volumen ƑQué hago yo aquí? (1989). Sin embargo, son realmente dos los libros donde adquiere todo su peso literario: Patagonia y Los trazos de la canción.
Patagonia, publicado en 1986, es, efectivamente, un libro de viajes. Tras renunciar a The Sunday Times, diario donde colaboró por años, Chatwin partió hacia el sur de América en busca de un trozo de la piel de un milodonte. Así, su libro tiene el mismo punto de partida que los más viejos testimonios de la literatura viajera: la cacería de un monstruo. Pero, como en todo buen ejemplo del género, el viaje en sí, el camino, termina siendo su propio fin. La certeza de Chatwin se convierte en un juego con las literaturas del mundo. El paisaje, la presencia comprobada de Darwin y de Butch Cassidy y el Sundance Kid, o la comida, tienen un papel primordial en el libro, pero no más importante que el hecho de que Swift se haya inspirado en las leyendas sobre los patagones para crear a los habitantes de Brobdingnang, o que Conan Doyle haya partido de esa materia prima para escribir El mundo perdido. Años más tarde, en Regreso a Patagonia (1985), un volumen inconcluso escrito al alimón con Theroux, Chatwin bautizará a su forma de conocer el mundo como "viaje literario".
Los trazos de la canción, de 1987, es el libro donde Chatwin lleva a mayores profundidades sus ideas sobre el viaje. Su punto de partida es la convergencia de dos mundos tan aparentemente irreconciliables como el griego antiguo y el de las tribus errantes de Australia. En el griego arcaico, poiêsis, poesía, significa también "creación". Según la mitología de los aborígenes australianos, el mundofue creado por el canto. Los antepasados totémicos recorrieron la tierra a pie. Mientras lo hicieron entonaron canciones, y de esas canciones nació todo cuanto conocemos: las plantas, los animales, el hombre. Las tribus de hoy, como sus antepasados, hacen del canto y el viaje dos ejercicios indisociables. Los trazos de la canción son las huellas de palabras y notas que quedan de los tiempos remotos. Así, caminar es una forma de recrear el mundo continuamente, lo que equivale a decir que es una práctica religiosa, un ritual. En Australia, no obstante, ese ritual sigue teniendo un significado práctico, pues el canto sirve como un medio de comunicación a distancia entre las tribus, útil sobre todo a la hora de delimitar territorios. Chatwin tomó esa concordancia de lo religioso y lo cotidiano con un interés poco común. Su tesis ųLos trazos de la canción es un "libro de ideas"ų es que acaso la "profunda insatisfacción" del hombre contemporáneo responda a su intento de cancelar uno de sus instintos más profundos: el de migrar con las estaciones.
Fue también en Australia donde Chatwin trabó conocimiento y amistad con otro de los grandes artistas viajeros del siglo: Werner Herzog. De esa amistad nacieron una película y el coqueteo permanente con la idea de la naturaleza sagrada del viaje. La película es La cobra verde, basada en la vida de Félix de Souza, un esclavista brasileño instalado en Dahomey, cuya historia se encuentra en la base de El virrey de Ouidah, que Herzog adaptó muy libremente, aunque sin consecuencias aparentes en su amistad con Chatwin. En cuanto al viaje y su carácter sagrado, Chatwin nunca se lo tomó demasiado en serio. Lo que hizo fue evitar siempre los dos vicios más comunes de los antropólogos: el purismo y el proselitismo. Para él, esa idea tenía un carácter más bien personal. Viajar era la posibilidad de hacer literatura, un arte que, contra la imagen mental obligada, concebía como un arte en movimiento. A un caminante argentino le dijo, para su desconcierto, que su dios era el dios de los caminos. Pero esos caminos, como podemos comprobar, también pueden cruzarse en jeep, compartiendo unas cervezas con un aborigen australiano, o en un moderno avión. Nunca habló del cristianismo ortodoxo.