José Mari Manzanares toreó --el domingo pasado-- a ritmo de una copla de puro estilo gitano. Coplas de lances añejos y pases antiguos en raudos alegros que volaban con el vuelo de los soleares y hablaban del culebreo de su pase natural interminable. Salpicaba el ruedo con todo el salero de su Alicante mediterráneo que cariñosamente arrullan las olas, al arrullar al torillo.
El alicantino dio un recital de cinturas quebradas al paso del toro. Su capote cinceló una media --sólo para cabales-- que adquiere mayores tonalidades de belleza al paso del tiempo. Luego al cambiarle los terrenos al burel para acariciarlo con la seda, lo llevó a los medios y le tendió una cama de bugambilias de encaje y surgió bajo el milagro de su muleta torera, el toreo ¡qué salero derramó el alicantino! Somos pocos los que vamos quedando para sacarle sabor a ese toreo de siempre. Liturgia taurina que cortaba el aire, al compás de Las golondrinas y Dianas. La muleta barría el redondel y se quedaba con la esencia de los finos andares al caminarle al morlaco en el remate de las series.
La faena tuvo los pases precisos, ni uno más, ni uno menos, y se escurrían de los hilillos desgarrados de la franela. Entre los cortes precisos cantaba el arte --fugaz por principio-- nunca repetitivo, ni esclerosado, como algunos pretenden. Ejemplo de ésto, fueron las faenas de El Tato la tarde de ayer en que pese a su valor y dominio, carecieron de hondura y torería, en cambio Manzanares en los tercios al toro rodeaba y su canto era calma desmadejamiento convaleciente, al mecerlo entre los pliegues de la muletilla.
Manzanares es un torero, --lo que se llama un torero-- lo que supone una conducta vital. Su necesidad de torear prescinde del público y cuando se enreda con un toro, como el domingo llega a momentos de culminación estética, al margen de la plaza. El vigor su goce era fundamentalmente individual. Le vibraba el cuerpo disuelto en las notas de sus pases de trinchera. Toreo menor que en él se tornaba mayor. Lamentos que se enlazaban y recreaban la profundidad natural de su torería.
Los gozadores de su toreo --una media alicantina, uno de trinchera, un natural-- lo vivimos como realizado para cada uno de nosotros. Los cabales en ese trance nos forjamos una imagen especial intransferible de ese toreo de suave disfrute estético. Espíritu que brota en el ruedo y se enlaza a las representaciones del aficionado. En el que solo importa --nada más-- una actitud sensitiva previa para apreciar ese toque de exactitud lumínica, tan suyo,que nos hace creer, a los cabales, que es nuestro, que es nuestro ojo el que lo ve y lo gradúa, no el de él.
Después de Manzanares lo demás es lo de menos, los toros de Rodrigo Aguirre se dolieron a los caballos pero fueron de dulce para los toreros en tarde airosa en la que poco faltó para que resultara trágica. Gutiérrez dejó ir al cuarto, un mazapán, debido al viento que lo descubría y por nada manda a la enfermería, al igual que a El Tato, quien realizó dos faenas, secas, sólidas, bravías, pero por abajo de la embestida franciscana de los toros y se llevó las orejas. Pero, en la mente, Manzanares seguía en el ruedo.