Hermann Bellinghausen
Las tres y media

Estaban hablando de aparecidos. Quién sabe cómo se metieron en esa conversación. Era en la tarde y no tenían mucho quehacer, al fin ninguna es mamá. Como otras veces que salen, traían hermanitas y otras niñas de satélites. Se estuvieron horas.

Cosa rara, no hablaban de hombres ni de las demás mujeres, que es de lo que siempre hablan, como todo el mundo.

Hablaban de aparecidos. Sentadas en la roca alta de la loma que da la espalda a su colonia, una inventaba una aparición, otra la representación y la otra la recordaba.

Las niñas chicas son escuchadas por las mujeres más fácil que los niños por los hombres, cuando se reúnen conversaciones. También las niñas chicas contaron sueños, lo único que pueden contar, como el del señor con la cara rajada que venía a jalarle los pies a Laurita, y la despertaba en el mismo escenario del sueño, la misma cama, pero sin el hombre ese feo en la piesera.

Pero las menores más bien escucharon, pelando grandes ojos silenciosos, a las grandes, que no es que sepan, pero ya componen el mundo.

La Dana invoca a su abuela, demasiado canosa y con nudos de reuma en las arrugas la última vez que la recuerda. En realidad, bisabuela. Pero cómo ha venido joven, como Dana no la conoció, hace como un siglo pareciera, en las semanas de ayer apenas. Se le aparece con revistas, muchas, abrazadas contra el pecho. Se sienta junto al fuego de la cocina y las empieza a leer, acariciar, doblar y quemar, suspirando. Viejas revistas ilustradas y las palabras en francés.

La Sultana se para de tal modo que ni los pies parecen pisar, las purititas puntas, como en ballet. Murmura, melódica, un chismorreo insustancial que involucra dentaduras y vestidos de sus primas, la ilusoria casaca gris que consiguió el tío Federico, una breve maledicencia sobre su vecina Oralia, no exenta de celos, y algo más que se traga la noche que llega y ahuyenta a las niñas. Ya se les oye a sus mamases gritar desde fuera de las casas. Laurita corre la última.

Quedan las tres sólo. La Dana, la Sultana y la Raquel, que ya casi terminó el pañuelo que empezó a bordar cuando empezaron a platicar. Una serpiente en espiral, en vivo escarlata, dibujada sobre el paño con grecas que son, cada una en sí, una serpiente en espiral, más diminuta y en sentido contrario. O sea, las serpientitas dirigen todas su boca para adentro, cuando la serpiente mayor lleva hacia afuera las fauces. Muerde una esquina del pañuelo y lo traspasa con su hálito de fuego.

De eso habla Raquel entonces. De la aparición de la serpiente. Usa una vehemencia que sólo es posible bajo el abrigo negro de la noche que muestra las cosas blancas y las estrellas. Y las luciérnagas. Lo demás no se ve, pero algunos volúmenes se presienten.

Raquel dice los zumbidos silenciosos de las serpiente aparecida, le reconoce su voz de hombre, su lengua caliente y larga, que la llama.

Entonces la Sultana, como por catapulta, salta de la roca, cae en el camino llano y rueda loma abajo.

Las otras dos la siguen al bosque, hasta perder de vista los resplandores de la colonia, el vestigio traslúcido de sus techos. Se dejan tragar por la noche. Tan sólo un rato; el suficiente.