Sergio Ramírez
Ahora un juramento, mañana una traición

La destitución incruenta del presidente Abdalá Bucaram, de Ecuador, llama la atención por diferentes motivos. El primero es la impunidad con que hasta ahora se venían ofreciendo aguas de colores para curar todas las aflicciones en las ferias electorales de América Latina. Quizás Bucaram es quien más elíxires teñidos con la anilina barata del populismo había logrado vender a los votantes más pobres, que son los que más van a las ferias en busca de curas maravillosas.

Bucaram subió a la presidencia bajo el aura mágica de todas sus promesas -no hubo una sola que no hiciera. Repartiría la riqueza secuestrada y exaltaría a los pobres sentándolos en el trono negado; viviendas, empleos, parques, clínicas y estadios en cada barrio. Hacía sus promesas en las plazas y en los balcones en el viejo lenguaje retórico de las campañas, pero sus discursos estaban llenos de una agresividad desafiante. Los pobres, dispuesto ahora sí a votar por él, le de-cían El Loco con simpatía.

Cuando estuve en Ecuador a finales de noviembre, todos lo llamaban El Loco con angustia, pero más que nada con vergüenza. Asistí al Encuentro de Literatura Ecuatoriana junto con docenas de escritores, periodistas, cineastas, universitarios venidos de todo el país; en las tertulias a la hora del café en el hotel Crespo, desde cuyos ventanales se veía escurrirse al río Tomebamba entre piedras desnudas, se contaban una tras otra las locuras del presidente, entre risas que no disimulaban aquella pena. Un sentimiento de decencia republicana herida pesaba en el aire.

Había locuras en la lista que de verdad daban risa. El presidente no sólo grababa discos compactos de rock acompañado de conjuntos extranjeros, sino que era obligatorio escucharlos en las salas de ventanillas del Banco del Ecuador y en otras dependencias. Viejas prácticas de los tiempos patriarcales en la era electrónica. Y acababa de recibir con honores de jefe de Estado a su compatriota Lorena Bobit, ilustre por haberle cercenado a su marido, con un tajo de navaja, las vergüenzas, como diría Sancho. Esa fue la primera vez que había abierto las puertas del palacio presidencial, donde no despachaba ni vivía por miedo a los fantasmas de sus antecesores suicidas o asesinados.

Otras daban menos risa. Tenían un hilo común, inquietante, con la conducta de los gobernantes en otros países: el primer magistrado de la república tenía empleados en puestos de ministros y otros cargos de alcurnia gubernamental semejante, a sus hermanos, tíos y primos; la boda de su hermana iba a ser celebrada en Quito con pompa de virreinato.

En esos días su hermano, presidente del Congreso Nacional, acusaba a la vicepresidenta Rosalía Arteaga de sedición, sólo porque había salido a recibir una manifestación de mujeres a la escalinata de la casa presidencial abandonada. Lo último que luego oí de él fueron sus alarmantes declaraciones en Lima, recordando a los rehenes del MRTA en la embajada del Japón su deber de inmolarse en aras del ejemplo de autoridad, ya que no otra cosa podía esperarse de ellos siendo funcionarios públicos. En Managua estuvo en enero, en las ceremonias de transferencia de mando presidencial; pero un personaje así no llama mucho la atención en un país donde los descalabros y excentricidades de conducta pública son tan comunes como los titulares que anuncian desfalcos.

Su peor locura, y la final, fue jugar a la taba sus promesas electorales, y en vez de bajar los impuestos y tarifas como seguramente había prometido, subirlos tres veces. Las mentiras pasan, mientras divierten y no hacen daño.

Como decía al principio, no es el único candidato que en nuestros países ha seguido una conducta semejante al llegar al poder, haciendo todo lo contrario de lo comprometido, locura o no de por medio. Y aquí es donde podríamos encontrar la lección. A lo mejor, el ejemplo de Ecuador nos dice que estamos frente a un cambio de actitud en el electorado que ya no seguirá dispuesto a dejarse dar gato por liebre. A lo mejor podemos esperar mejores rendiciones de cuentas frente a las promesas formuladas con toda alevosía desde las tarimas.

Porque no se trata de retórica, sino de la utilización de las necesidades populares como parte de una estrategia de marketing electoral, sabiendo de antemano que los rigores de los programas de ajuste vuelven cualquier promesa de bienestar instantáneo imposible de cumplir.

Ecuador ha vuelto a la tranquilidad. Muchos se han olvidado de Bucaram y se han ido a Ambato a celebrar el carnaval al empezar la cuaresma, uno de los más vistosos de América Latina. Hará falta en las calles en fiesta un cantante de rock que también sabe lo caro que cuestan las letras de los tangos, esos oráculos negros que siempre contienen una profecía: ahora un juramento, mañana una traición...