Pedro Miguel
Pobre la Francia, si supiera

Si tú, bárbaro --uruguayo, chino, neozelandés o mexicano--, eres víctima de un asalto en plena calle y acudes a quejarte a la Prefectura de Policía, lo más probable es que te manden, con cajas destempladas, a tu embajada respectiva. Y si tal ocurre en el París cosmopolita, ¿qué cabe esperar en Toulon, cuya alcaldía está ya en manos de los fóbicos de Le Pen? ¿Que te acusen, tal vez de intrigar contra la Patria, en el supuesto de que los ladrones sean franceses?

Hace poco la Asamblea Nacional aprobó una ley que obliga a todo ciudadano que albergue en su casa a un extranjero a informar de ello a la Policía. Hace mucho que la misma Policía es la encargada de llevar los trámites migratorios: si quieres una extensión de tu visa o si deseas cambiar de domicilio, vas a la Prefectura, el sitio más crudo de un Estado que incluye también Matignon, el Louvre, las Tullerías, El Eliseo y La Sorbona; el sitio en donde la apuesta civilizatoria de Francia se reduce a macanas y uniformes, armas de reglamento, sospechas y huellas dactilares.

A'i la llevas, Francia. Cuando empieza a cobrar cuerpo la más ambiciosa apuesta de convivencia multinacional, en cuya construcción los franceses, queriéndolo o no, depositaron una buena porción de su energía, y cuando la Europa sin fronteras y sin pasaportes comienza a volverse algo más que un sueño disparatado, la mayoría oficialista le da la razón al chovinismo y a la xenofobia.

Pobre la Francia. Si supiera qué clase de porvenir insípido y monocorde le espera sin sus árabes, sin sus negros, sin sus judíos, sin sus rusos, sin sus polacos, sin sus armenios y sin sus vietnamitas.

Toda tierra de refugio establece con sus refugiados --económicos, políticos, culturales-- un trato mutuamente provechoso. Para darse cuenta de ello, basta con realizar el mínimo ejercicio de imaginar a Estados Unidos sin Robert de Niro, sin Madonna, sin Madeleine Albright, sin Mario Molina (y sin otra veintena de premios Nobel, incluido Henry Kissinger), sin Herbert Marcuse, sin Noam Chomsky, sin Francis Fukuyama y hasta sin Lorena Bobbit, y a una economía estadunidense desprovista del vital impulso competitivo que le otorgan las bajas percepciones de los trabajadores mexicanos.

De la misma manera, una Francia sin inmigrantes sería una Francia sin Chopin, sin Picasso, sin Ionesco, sin Gurdjieff, sin Greimas, sin Heredia, sin Arrabal, sin Kieslowsky, sin Brel ni Moustaki, sin Maalouf y sin Touré Kunda, entre muchísimos otros, es decir, una Francia social y culturalmente irreconocible.

``¡Ah, pero los empleos...!''

Tal vez con la legislación antinmigrante se logre abatir ligeramente la tasa de desempleo que afecta a los ciudadanos franceses. De todos modos, los trabajadores provenientes de países de la Unión Europea con mayor paro que Francia --España y Portugal, en primer lugar--, esos que no tendrán que ser registrados ante la Policía como si fueran armas de fuego o animales peligrosos, seguirán ocupando puestos de trabajo que los franceses no desean, y el desempleo va a quedarse más o menos igual. En cambio, se ha lesionado, acaso de manera irremediable, la condición de Francia como tierra de asilo, el crisol cultural y social, la tierra de los intercambios, las contaminaciones y los contagios, el ritmo sonoro de las ciudades, la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Pobre la Francia. Si supiera.