El descubrimiento de que el general Jesús Gutiérrez Rebollo, hasta ayer comisionado del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas, había venido colaborando con una de las organizaciones del narcotráfico que operan en el país, así como su consignación por delitos derivados de tales vínculos, colocan a las instituciones nacionales, particularmente a la Secretaría de la Defensa Nacional y a la Procuraduría General de la República, en una circunstancia particularmente difícil y penosa.
La determinación de enfrentar la situación y aplicar la ley hasta sus últimas consecuencias es, fuera de toda duda, encomiable, y deja ver que existen --a pesar de las turbulencias, la desmoralización y los escándalos que ha vivido el país en fechas recientes-- reservas institucionales de principios y dignidad.
Pero, al mismo tiempo, las injustificables actividades delictivas del general Gutiérrez Rebollo obligan a la nación a tomar conciencia de asuntos sumamente preocupantes: en primer lugar, las dimensiones, el poder y la capacidad de penetración que han adquirido los grupos delictivos y, en particular, aquellos dedicados al trasiego de enervantes; en segundo, la vulnerabilidad de las dependencias públicas encargadas de combatirlos, así como las fallas en los sistemas de información y en los mecanismos de protección del propio Estado.
No puede tomarse a la ligera el señalamiento hecho ayer por el secretario de la Defensa, general Enrique Cervantes Aguirre, en el sentido de que la vergonzosa actuación de Gutiérrez Rebollo no sólo vulneró el esfuerzo institucional contra el narcotráfico sino que atentó contra la seguridad nacional.
En otro sentido, el caso del hasta ayer comisionado del INCD debiera ser prueba suficiente de la improcedencia y los riesgos que conlleva el involucrar a las fuerzas armadas en tareas ajenas a sus atribuciones constitucionales, la principal de las cuales es la preservación de la soberanía en el territorio nacional. Utilizar a los institutos castrenses de México en tareas propias de las corporaciones policiales no sólo distorsiona su mandato legal sino que expone a sus integrantes al poder de infiltración y cooptación de las mafias.
A la luz de este episodio, y habida cuenta de la erosión sufrida por la credibilidad y la imagen de otras instituciones, resulta crucial resguardar la dignidad del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea nacionales, lo cual implica devolverlas a sus funciones constitucionales.
Por otra parte, y en el afán de ir más allá de la indignación y la consternación por el severo daño que Gutiérrez Rebollo y sus presuntos cómplices han causado a la de suyo entrampada procuración de justicia, este caso debiera conducir a una revisión de fondo de las estrategias seguidas hasta ahora para combatir al narcotráfico, sin que ello implique cuestionar la determinación de erradicarlo.
En una consideración que rebasa a México, y que ha de referirse al ámbito continental, todos los elementos de juicio disponibles obligan a concluir que los métodos de la guerra contra el narco no han logrado disminuir los volúmenes de producción, trasiego, venta y consumo de enervantes; que la persecución de las mafias dedicadas a estas actividades ha adquirido la dinámica de una tarea de Sísifo --el desmantelamiento de un cártel suele ser sólo el preludio para la conformación o el fortalecimiento de otros-- y que al perseverar en la fórmula de las medidas puramente coercitivas, los Estados han sufrido un severo deterioro institucional, inversamente proporcional al fortalecimiento --en recursos, en poder de fuego y en capacidad de infiltración-- experimentado por las corporaciones criminales a las que se pretende combatir.