Arnoldo Kraus
Inseguridad

Hay algunas certidumbres que compartimos todos los mexicanos: la violencia y la inseguridad han aumentado como respuesta a la suma de los errores acumulados desde que se instauraron los gobiernos posrevolucionarios. La falta de seguridad es, junto con la miseria, una de las peores amenazas para la ya de por sí precaria paz social: mientras no se mejoren, el futuro es amenaza y no promesa; y, mientras la cotidianidad diga siendo peligrosa, todo discurso que asevere que ``ya tocamos fondo'' es equivocado. La inseguridad y la violencia no son fenómenos aislados ni afectan a grupos particulares ni tienen una génesis común: se han diseminado y acrecentado como respuesta a todos los nuevos y viejos bretes de una sociedad agotada por la falta de esperanza y bienestar.

Hay otras certidumbres que en la actualidad también son características del ``ser mexicano'': así como todos coincidimos en que el gobierno es el responsable de frenar la ola de inseguridad, la mayoría desconfiamos en que se encuentre una pronta solución. Quizás la realidad más dolorosa es la que resume nuestro tiempo: violencia e inseguridad son síntomas que reflejan los niveles ascendentes e intolerables de la corrupción e impunidad. Problema asociado es la infinita complejidad de la problemática nacional. La diversidad de las querellas de sur a norte, no han permitido que la sociedad afronte como grupo la amenaza que representa el fenómeno aludido. La Realidad chiapaneca --hambre, enfermedades, diálogo interrumpido entre gobierno y EZLN-- no encuentra lenguaje común con los plagios de acaudalados industriales en Morelos o en el Distrito Federal. Lo mismo sucede con el reciente secuestro del pintor Nicéforo Urbieta y el malestar generado en la población a partir de las historias surgidas de las tierras de El Encanto. Tales dismetrías --violencia por ideas políticas y secuestros de individuos millonarios-- esquematizan la terrible crisis por la que atravesamos: quien atentó contra Urbieta, o quien desoye a los chiapanecos, o quienes capturaron a Benigno Guzmán o asesinaron a algunos industriales, han manifestado, absurdamente, por medio de la agresividad a conciudadanos, su desencuentro con el gobierno actual.

En el mismo sentido, la amalgama de los secuestradores es espejo de lo que sucede en la sociedad. Este grupo está conformado por desempleos, ex policías, seres sin escrúpulos y sectores, que desde el poder, se embozan e impiden ser identificados. El problema cimental es que nadie escapa: cada plagiado tiene un plagiador ad hoc y cada situación una explicación. Nos hemos convertido en un experimento de la naturaleza. Una vez agotadas las reservas y muchos de los diálogos, la comunidad está siendo víctima de la propia sociedad. Somos, sin duda, sujetos de dinámicas perversas.

Sólo el gobierno, por ser actor y parte, tiene los medios para mejorar algunos de los rubros que han devenido en la inestabilidad que ahora vivimos. La semana pasada supe del secuestro --desaparición para los familiares-- de tres personas. En los mismos días, la prensa informó de lo sucedido con el pintor oaxaqueño y durante el mes en que se festeja la promulgación de la Constitución, varios acontecimientos similares acaecieron en toda la República. Ignoro si los secuestros narrados por los medios de comunicación son representativos de lo que sucede o, como siempre, se desfigura la verdad con tal de ``no alarmarnos''. Presupongo que conocemos sólo algunos fragmentos de la realidad y que el problema es más serio.

Al escribir en estas páginas sobre Nicéforo Urbieta, Adriana Malvido comentó que ``...a nuestro país le hace falta justicia y respeto a los derechos humanos''. Tiene razón Malvido: la inseguridad germinó en un sistema en donde la injusticia ha sido ancestral.