El 16 de febrero de 1997, exactamente un año después del convenio de San Andrés Larráinzar, una explosiva información procedente de medios judiciales de Estados Unidos, origen que duplica su valor, puso al descubierto con estruendo, los lazos de la familia Salinas de Gortari con el narcotráfico: otro golpe mortal a quien alguna vez fue figura excelsa del capitalismo globalizado del último tercio del siglo XX.
Nada nuevo de fondo trajo la prensa de esa fecha sobre la calidad moral o los vínculos delictivos de dicha familia. Para muchos mexicanos sólo aportó elementos de información sobre fenómenos que ya conocíamos o fundadamente sospechábamos. Pero sí hubo algunos perfiles novedosos.
a) La notoriedad pública de las actividades delictuosas de la familia Salinas, ahora encabezada por el poco mencionado patriarca Raúl Salinas Lozano y formada por varios de sus hijos, entre ellos, el ex presidente Carlos, por el ya conocido hampón Raúl y por la ya también famosa Adriana.
b) La incómoda posición en que se coloca el actual presidente Zedillo, quien ante la pública imputación a su antiguo jefe y promotor, se encuentra obligado a pronunciarse claramente, dejando de lado su discreto, agradecido silencio, que hoy, ante las pruebas emergentes a la opinión pública, se convertiría en complicidad o en ocultamiento.
c) La extraña coincidencia de la aparición de la versión de testigos de tribunales norteamericanos, en el oportuno momento en que arranca, en México una contienda electoral que podría desembocar, entre otras cosas, en una derrota legislativa el derrocamiento del gobierno priísta neoliberal del que formaba aún parte la familia Salinas, gobierno tan querido por el imperio estadunidense.
La ``indiscreción'' periodística del norte no sólo pone al descubierto los méritos delincuenciales de la familia Salinas de Gortari, sino que, además, impone a Ernesto Zedillo, como presidente y como miembro de la sociedad mexicana, el deber moral, político y legal de asumir una posición de repudio contra quienes aprovecharon sus puestos públicos, cargos oficiales, relaciones familiares o influencias para lucrar con las drogas. La condena moral y penal de los delincuentes familiares, siendo sin duda importante, pasa a segundo término frente a la obligación del jefe del Ejecutivo de definir su posición y actuar de acuerdo a ella: romper sus vínculos anteriores con el salinismo, hoy públicamente despeñado en la más profunda de sus ciénegas, y cumplir con su función de jefe de una Nación sumergida en una grave crisis que rebasa esferas económicas o materiales y trasciende a lo moral, lo político y lo patriótico.
El salino-zedillismo de apenas ayer, que hubimos de soportar por ocho años, está a punto de derrumbarse, sobre todo considerando que, tras la visita clintoniana, nos sobrarán los dedos para contar el número de salinistas que políticamente sobrevivirán. Ya no habrá una poderosa fuerza salinista, con millones y millones de dólares que permita comprar adictos y remunerar servidores de todo tipo, desde diplomáticos o escritores hasta pistoleros y mapaches. El PRI readquirirá su unidad, pero ahora alrededor del presidente Zedillo, ya sin estorbosos salinistas.
¿Pero, qué dirección adoptará este zedillismo liberado del salinismo y del panismo marcado por Fernández de Cevallos, por Lozano Gracia y La Paca? ¿Qué hará Zedillo frente a la presión neoliberal de Estados Unidos y ante el próximo periplo imperial del 12 y 13 de abril? ¿Seguirá postulando la apertura globalizadora, la privatización, la contracción de la economía interna, y combatiendo al mismo tiempo la política de la distribución agraria de la Revolución mexicana? ¿Seguirá con la línea de ``productividad'' y ``competitividad'' en lugar de la justicia social expresada en salarios mínimamente remuneradores? ¿Volveremos a la lucha por servicios sociales mayores y mejores o mantendremos la tesis neoliberal de la reducción, debilitamiento, contracción y privatización de los servicios públicos?
Gran parte de los salinistas de ayer negarán enfáticamente su filiación y su calidad moral, y tal vez hasta el mismo Zedillo, forzado por los avatares de la política, desconozca la vinculación histórica e ideológica que lo ligó con Salinas. Pero lo fundamental es la indiscutible oportunidad --tal vez la última-- que hoy tiene el actual gobierno de romper sus nexos con el neoliberalismo corrupto y entreguista de los últimos trece años y, en cambio, enderezar el rumbo y elevar la meta para eliminar las desviaciones y traiciones, para elevar, en verdad, el nivel moral y jurídico de nuestra vida política, para esforzarnos por reconstruir un México nuevo en donde vuelvan a prevalecer principios de justicia social, dignidad humana y soberanía patria.
Hoy por hoy, tiene la palabra el presidente Zedillo. Si cumple lo acordado en San Andrés Larráinzar y acepta las justas peticiones indígenas, si endereza su política neoliberal y respeta el resultado de las elecciones de julio, podrá construir un gobierno democráticamente apoyado y popularmente respetado, aunque pierda la simpatía agobiante del norte. Si continúa con ojos y oídos cerrados a 10 millones de indígenas y a los 50 millones de mexicanos hambrientos, tendrá que recurrir cada vez más al apoyo militar norteamericano y a la represión interna.
Por primera vez en años se vislumbra una esperanza, por encima del pantano.