Rodolfo F. Peña
El dedo tras las encuestas
Cuando el cerebro sale sobrando, una buena columna vertebral es suficiente, diría Beethoven. Tratándose de elecciones o selecciones internas, y de otras muchas cosas, en el PRI no se puede actuar sin línea, sin una clara señal que confiera certidumbre, seguridad. Sólo así tienen sentido pleno los movimientos más o menos oscuros de adhesión o rechazo antes de la unción formal. Puede haber dos o más personas entre las cuales elegir, pero para preferir a una, para que sólo una se convierta en opción propia, sería necesario pensar primero en las dificultades del cargo y luego en el grado de idoneidad de las personas elegibles, según sus antecedentes, su aptitud, su voluntad de compromiso con tales o cuales propuestas. Y el pensamiento es difícil, fatigoso y cargado de riesgos; mucho más cuando lo que realmente hay que sopesar está en un juego de intereses económicos y políticos cuyas reglas y apuestas verdaderas escapan al común de los priístas.
En cambio, una vez aparecido el dedo índice, que no es el mayor pero sí el adalid, el mayestático, el que señala en una persona todos los atributos que quizá se habrían buscado inútilmente con la facultad de pensar, entonces la columna vertebral sabrá cómo moverse por sí misma y el esqueleto entero tomará el rumbo correcto.
Pero respecto de la candidatura para el gobierno del Distrito Federal, en el PRI no hubo dedo índice, sino tres aspirantes a la vista de todos. Ninguna ventaja previa para nadie, ningún gato encerrado. Una contienda entre compañeros políticos, regida por un pacto de civilidad. Durante varios días supimos de ellos en precampaña, conocimos sus nombres, su forma de hablar y sus gestos, evaluamos sus ofertas de gobierno. Todo transparente, o por lo menos tan transparente como en las democracias que se tienen por avanzadas. El PRI, el viejo partido por cuya sobrevivencia ya muy pocos se atrevían a sufragar, renovaba sus métodos y cambiaba el dedo sacralizado por el demos (no menos sacralizado). Así, después de una reconfortante competencia, el Consejo Político escogió ayer, en votación rigurosamente secreta, a Alfredo del Mazo, quien contenderá ahora con los candidatos de los partidos opositores que hayan resultado también democráticamente seleccionados. Es como para entusiasmarse con el progreso de nuestra democracia, con la consolidación del sistema de partidos.
No obstante, sin animosidades pero con un acercamiento mayor a las circunstancias políticas, el entusiasmo se modera hasta la extinción. Del Mazo rechazaba la precandidatura porque no estaba dispuesto a perder de nuevo; por consiguiente, si a la postre la aceptó fue porque alguien le aseguró que esta vez no habría derrota. En la perspectiva de su triunfo, se integró el Consejo Político, se removieron los obstáculos hacia tierras queretanas, se puso a contribución todo un poderoso sistema de respaldos (el llamado grupo Atlacomulco, que no es ningún volcán apagado), y don Fidel Valázquez, con todo cuanto representa de fuerza y debilidad, de mezquindad y grandeza, se colocó abiertamente del lado del político mexiquense, contraviniendo el compromiso de imparcialidad.
Todo esto acabó reflejándose en tres encuestas que arrolladoramente dieron el triunfo a Del Mazo y que se publicaron ayer, cuando lo previsto era que sólo se entregaran a los miembros del Consejo: el PRI no podía renunciar a la convocatoria de masas ni al acarreo clientelar, ni menos correr el riesgo de enfrentamientos graves por despiste entre los partidarios de los tres precandidatos. Al decir del dirigente nacional del PRI, las encuestas serían un factor fundamental en la elección. Y lo fueron: el dedo se escondió entre las encuestas y los efectos fueron los mismos.
Ahora, para ser el primer gobernador electo del Distrito Federal, a Alfredo del Mazo sólo le resta triunfar también en las elecciones de 6 de julio. Sobre esto no hay ninguna garantía. Pero es evidente, por lo pronto, que las mismas fuerzas que determinaron su victoria en la etapa anterior, estarán de su lado, con todo, en la campaña política propiamente dicha. A decir verdad, en términos rigurosamente personales Alfredo del Mazo no me parecía el peor de los precandidatos ni me parece hoy el peor de los candidatos. Más aún, creo que hace aproximadamente un par de décadas pudo haber sido un buen gobernante designado. El problema es que procede de los viejos entramados del poder, de las viejas estructuras y de las viejas prácticas, en tanto que la sociedad del Distrito Federal está clamando por una institucionalidad nueva y más participativa, y por un nuevo tipo de relaciones con sus autoridades públicas.